El pesimismo de Pareto, y cómo combatir esa fatal enfermedad
Hay cosas que no olvidamos. Una de ellas, para nosotros, es el momento donde el Prof. Hans-Bernd Schäfer separó sus ojos del texto que le habíamos pasado para que comentara, y nos dirigió una mirada determinada, haciéndonos saber que perderíamos nuestro tiempo discutiendo el grado de eficiencia de cualquier cosa si nos referíamos a cualquier otro concepto de eficiencia que no fuera el de Vilfredo Pareto. Pasando por el proceso de un doctorado, los que logramos salir al otro lado, en algún momento aprendemos que el que obedece no se equivoca. Así que, en adelante, procuramos evitar discutir cualquier grado de eficiencia, casi de la misma manera en la que el marino evita una tormenta; y, de no haber sido posible, procuramos discutir breve y superficialmente, de tal manera que no generara un alboroto innecesario, que nos estábamos refiriendo a eficiencia de Pareto.
Interés por la eficiencia económica
Ese fue el punto en nuestras vidas donde se despertó un incesante interés por la noción de eficiencia económica. Puntualmente, de alguna manera nos propusimos estudiarla de ahí en adelante, de tal manera que pudiéramos ganar algún grado de instrucción que nos permitiera hablar de ella sin pedirle permiso a alguien. El esfuerzo que hemos puesto en ello nos ha llevado, entre otras cosas, a conocer nociones de eficiencia concurrentes, que nacen de paradigmas diferentes al Neoclásico, y conocer nociones de eficiencia como la de Israel M. Kirzner o Jesús Huerta de Soto, lo cual será necesariamente tema de discusión de otra columna.
Además, ese también fue el momento a partir del cual nos intrigó profundamente el hombre, Pareto. No hemos sido la excepción, sino que suele ser más común de lo que creeríamos, que nos surge un interés agudo por la persona detrás del nombre. Y ante esto, casi que a manera de chisme, hemos llegado a conocer algunos aspectos de su vida que, entre otras cosas, creemos que nos han ayudado a entender las razones de su renombre.
Pareto, el liberal clásico
Pareto fue un liberal clásico muy importante. Se dedicó a la escritura política, defendiendo con pasión el laissez-faire y oponiéndose a cualquier intervención gubernamental, tanto a los subsidios plutocráticos como a la legislación social y el socialismo proletario. Fue cofundador de la Sociedad Adam Smith en Italia y se postuló sin éxito para el Parlamento dos veces en la década de 1880. Estuvo fuertemente influenciado por otro gran economista, Gustav de Molinari, quien nos inspiró originariamente a explorar la noción de la producción de servicios de seguridad por fuera de la acción del Estado. Molinari invitó a Pareto a enviar artículos al Journal des Economistes.
Conoció a liberales franceses y entabló amistad con Yves Guyot, sucesor de Molinari como editor del Journal. Tras la muerte de su madre, Pareto dejó su puesto en la manufactura, se casó y se retiró a su villa en 1890 para dedicarse a la escritura y las ciencias sociales. Libre de sus obligaciones empresariales, emprendió una cruzada contra el estado y el estatismo, y formó una amistad con el economista marginalista Maffeo Pantaleoni, quien lo introdujo en la teoría económica. Pareto sucedió a Leon Walras como profesor de economía política en la Universidad de Lausana, donde enseñó hasta 1907, cuando se enfermó y se retiró a una villa en el Lago de Ginebra, continuando sus estudios y escritos hasta su muerte.
Sucesor de Walras
Que el joven Pareto haya reemplazado a Walras en su cátedra de economía política encuentra explicación relativamente fácil. Walras fue el pionero en el ascenso de la teoría matemática del equilibrio general en la primera mitad del siglo XX. Tal paradigma económico tuvo que haber resultado particularmente interesante a Pareto, quien estudió en el Politécnico de Turín, donde obtuvo un título en ingeniería en 1869 con una tesis sobre el principio fundamental del equilibrio en cuerpos sólidos.
Esta tesis lo llevó a la idea de que el equilibrio en la mecánica es el paradigma adecuado para investigar en economía y ciencias sociales. Pareto contribuyó, entonces, al trabajo de Walras en el fortalecimiento de la idea de que la economía debe ser una ciencia cuya lengua materna serían las matemáticas. Ello hizo necesario hacer del objeto de estudio de la economía algo que pudiera expresarse en términos objetivos, capaces de ser medidos, como la masa de los cuerpos y sus respectivos desplazamientos en el espacio.
Pareto y el liberalismo del siglo XX
El iconoclasta Pareto fue un liberal del siglo XX puro y duro y, como tal, compartió las creencias vigentes dentro de la corriente política. Durante gran parte de la segunda mitad del siglo, los liberales clásicos como Pareto consideraban que la idea socialista era menos una amenaza para la libertad que el sistema existente de estatismo militarista y belicoso, dominado por empresarios y terratenientes privilegiados, al cual Pareto llamó despectivamente «plutodemocracia». Sin embargo, a finales del siglo, los liberales laissez-faire comenzaron a darse cuenta de que las masas habían sido cautivadas por el socialismo, que planteaba una amenaza aún mayor para la libertad y los mercados libres que el viejo sistema neomercantilista y plutodemocrático.
Al igual que sus contemporáneos liberales, Pareto participaba de un marcado optimismo durante la mayor parte del siglo XIX. Para ellos, era evidente que la libertad proporcionaba el sistema más racional, próspero y acorde con la naturaleza humana, promoviendo la armonía y la paz entre los pueblos y naciones. Creían firmemente que el cambio secular del estatismo a la libertad, del «estatus al contrato» y de lo «militar a lo industrial», que había provocado la Revolución Industrial y una mejora inmensa para la humanidad, estaba destinado a continuar y expandirse continuamente. Estaban convencidos de que la libertad y el mercado mundial se expandirían para siempre, y que el estado se desvanecería gradualmente.
Desencanto y pesimismo
El resurgimiento del estatismo empresarial agresivo en la década de 1870, seguido por el creciente apoyo masivo al socialismo en la década de 1890, puso fin al optimismo arraigado de los liberales laissez-faire. Estos pensadores percibieron que el siglo XX traería el fin de la gran civilización, el ámbito del progreso y la libertad, producto del liberalismo del siglo XIX. El pesimismo y la desesperación comenzaron a afectar a los cada vez menos numerosos liberales laissez-faire, quienes preveían el crecimiento del estatismo, la tiranía, el colectivismo, guerras masivas y el declive social y económico.
La reacción de Pareto ante la amplia adopción de las ideas socialistas en Occidente fue una muestra más de una de las causas concurrentes que llevó al liberalismo a su declive último: un profundo y rancio pesimismo de corte cínico. Al observar el inexorable declive de las ideas y movimientos libertarios, Pareto concluyó que el mundo no está gobernado por la razón, sino por la irracionalidad. Su papel ahora era analizar y documentar esas irracionalidades. En un artículo de 1901, Pareto señaló que en toda Europa tanto el socialismo como el nacionalismo-imperialismo estaban en aumento, y que el liberalismo clásico estaba siendo aplastado entre ellos: «en toda Europa el partido liberal está desapareciendo, al igual que los partidos moderados… Los extremistas se enfrentan cara a cara: por un lado, el socialismo, la gran religión emergente de nuestra época; por el otro, las viejas religiones, el nacionalismo y el imperialismo.»
Metodología positivista
Esta breve reseña de algunos momentos de la vida de Pareto nos da cuenta de su adopción y defensa de una metodología positivista como herramienta para acercarse al objeto de estudio de la ciencia económica, coherente con su dependencia del modelo de la física y la mecánica. Tal metodología, que para todos los efectos la podemos llamar neoclásica a secas, es el resultado de una especie de mutación de una metodología que buscó inicialmente producir enunciados económicos a partir de las deducciones lógicas de la premisa de que los hombres actúan, a una en donde los enunciados económicos resultan de las inducciones que puedan resultar de la observación y la experiencia.
Al traducir este programa a forma matemática, se hicieron ciertas suposiciones simplificadoras para facilitar la conversión de un conjunto de proposiciones filosóficas/lógicas sobre la elección humana y la interacción social en un sistema determinado de ecuaciones. La economía neoclásica evolucionó hasta poder definirse por la siguiente estrategia de investigación: (a) comportamiento de maximización, (b) preferencias estables y (c) equilibrio de mercado. Esta evolución del programa científico de la economía neoclásica progresó lenta pero constantemente durante un período de cien años, con cada generación sucesiva eliminando el uso del lenguaje natural. Los jóvenes practicantes dentro de la disciplina encontraron que para perseguir este programa de investigación «implacablemente y sin titubeos» y para «dialogar» con sus colegas, debían «hablar» el lenguaje de los modelos matemáticos.
La competencia perfecta…
Podemos decir que esa tendencia es la más popular hoy en día. En todo hay modas y el quehacer de la ciencia económica no iba a ser la excepción. Si sus ideas no podían expresarse en una prueba formal, se entendía que la idea seguía siendo simplemente interesante y no una contribución a la ciencia. La “recomendación” de aquel momento de Schäfer partió, según creemos, de la misma tendencia: o me dice Usted algo en matemáticas -o con la pretensión de ellas, o no se lo acepto en la tesis, que dará eventualmente crédito a su calidad de científico.
La forma en la que se expresa el afán de matematizar los enunciados económicos suele ser a través de versiones más o menos sofisticadas del modelo de competencia perfecta de equilibrio general, a partir de la tradición iniciada por Walras. El modelo se construye a partir de ciertos presupuestos; cualidades de un mundo dentro del cual el modelo va a funcionar y será capaz de cumplir su función.
Sabemos que la función es, por confesión de Milton Friedman, no la comprensión del mundo en términos de la acción humana, sino la predicción, que si la logra con cierto grado de refinamiento, el modelo sería válido. El modelo de competencia perfecta se construye a partir de la noción de que el valor es el objetivo; que, por ende, la información de un gran número de oferentes y de consumidores es perfecta y, por ende, no hay que salir a descubrirla. Ni compradores ni vendedores tienen la potencia para impactar los precios, siendo ambos tomadores de ellos.
… y la función empresarial
La perfección de la información acerca de lo que quieren los individuos y dónde y por parte de quién se ofrece implica, también, que no hay innovación posible, que no hay sorpresa por no ser posible la noción de la incertidumbre en ese mundo. Y, a partir de todo esto, como una especie de peste analítica, se abstrae específicamente de la noción del empresario. La magia de la concepción de la objetividad del valor, hace que se pueda conocer matemáticamente -y no por medio del descubrimiento de la función empresarial. Así, la sociedad, siendo algo con una existencia independiente y autónoma de la de los individuos, experimenta valores propios -valores sociales, que resultan de la suma de los valores individuales.
En este mundo, el mercado está en perfecto equilibrio: el bienestar de la sociedad (la curva de demanda) coincide con el del individuo; mientras que el costo del individuo (curva de oferta) coincide con el de la sociedad. Es en este punto alrededor del cual se llega a la conclusión que se cumple la regla de unanimidad: que todos, individuo y sociedad, comparten el mismo grado de beneficio y sacrificio.
El principio de unanimidad en la eficiencia de Pareto establece que una situación es eficiente en términos de Pareto si no es posible mejorar la situación de una persona sin empeorar la de otra. Un cambio o asignación de recursos es considerado una mejora de Pareto si al menos una persona se beneficia sin que nadie más resulte perjudicado. Si todos los individuos están de acuerdo en que una redistribución de recursos mejora su bienestar o, al menos, no lo empeora, entonces esa redistribución es una mejora en términos de eficiencia de Pareto.
Del modelo neoclásico al pesimismo y al abandono del liberalismo
Una de las explicaciones más usuales detrás del declive del liberalismo a finales del siglo XIX es el pesimismo profundo con el que varios liberales reaccionaron frente al ascenso del socialismo y a desaceleración en la adopción de las ideas de la libertad. Como lo mencionamos anteriormente, esta fue justamente la reacción de Pareto ante el mismo suceso.
Por lo menos a nosotros nos llama mucho la atención el número de víctimas de aquella actitud pesimista y nos hace preguntarnos, a su vez, por la causa del mismo. ¿Cuál es la razón por la cual Pareto, como muchos liberales de la época, se presenta como un incurable optimista, para después caer en el más cínico pesimismo -y así concentrarse más en el reporte de desastres, que en la búsqueda de soluciones? Nuestra posible respuesta es: la adopción del paradigma neoclásico, fundamentado en el modelo de competencia perfecta de equilibrio general -como le pasó a Pareto.
Demasiado bello para ser cierto
La concepción propia del modelo de competencia perfecta del mercado es descriptivamente falsa. Esto es: describe un mundo que no corresponde a la realidad. En este mundo, hay perfección, es decir, no hay nada por hacerse. El significado de que el mercado se encuentra en perfecto equilibrio implica que no hay nada por hacerse; no hay nada que describir en términos de lo que necesitan los consumidores, los productores, los trabajadores y los dueños de porciones de tierra y bienes de capital. Toda esa información está dada y, entonces, al no ser posible la innovación -puesto que nada nuevo se puede producir- no es posible concebir la función de los empresarios.
Estos esencialmente se encargan de innovar en favor de los consumidores y de transmitir la información acerca de sus necesidades a los trabajadores, a los dueños de la tierra y del capital. Solo es posible concebir un mundo en equilibrio, que se ha quedado quieto, por decirlo de alguna manera, si se especifica como ausente la función empresarial. Recordemos que para medir algo, incluso el mercado, tendremos que haber concebido la inmutabilidad de unidad, lo cual sería imposible sin eliminar al empresario del relato.
Del análisis a la normatividad: la agonía diario de frustración y pesimismo
Lo que sucedió con el modelo de competencia perfecta es que pasó de ser una herramienta analítica contra-fáctica muy útil para explicar teoría de precios y del valor, a ser concebida como un deber ser del mercado, como un elemento normativo, al cual el mercado se tiene que ajustar. Al mercado habría que llevarlo al equilibrio cuando quiera que los individuos no actúen de acuerdo a sus “verdaderas” preferencias, porque si no, no será eficiente. Convertido, entonces, en una herramienta para juzgar al mercado, una vez se determine que el mercado ha hecho algo que no corresponde con lo que se esperaba de él, de acuerdo a la teoría, el quehacer del economista se convierte en juzgar lo que termina haciendo el mercado, es decir, los individuos, a la luz de su sofisticado juguete intelectual.
A nosotros se nos antoja que tiene que ser muy frustrante y desesperanzador concluir a diario que el mercado no hace lo que debe, a partir de la teoría acerca de lo que debe hacer el mercado para ser eficiente. Sabemos, si partimos de la premisa de que las preferencias individuales son precisamente eso, subjetivas e individuales, cualquier juicio que adelante el economista acerca de lo que el mercado debería haber hecho no es sino una especie de afán de imponer sus propias preferencias a los demás. Tiene que ser muy frustrante ver constantemente fallas del mercado, llevando incluso a la irritación el hecho de que los individuos no se están comportando “racionalmente,” de acuerdo a valores que solo a ciertos economistas son objetivamente superiores.
Si mi teoría no refleja la realidad, es la realidad la que está mal
A partir de la concepción estática del mercado, se concibe a este en equilibrio, sin cambios, sin capacidad de innovación porque todo es perfecto. Y cuando quiera que la real y efectiva asignación de recursos diste de los resultados del modelo de competencia perfecta, el economista neoclásico llega a la conclusión de que el mercado, los individuos, no han hecho lo que estaban llamados a hacer; han fallado en la asignación de sus recursos.
Como siempre la asignación de recursos que llevan a cabo los individuos que componen el mercado distan, de alguna manera, de los resultados matemáticos del modelo de competencia perfecta, el economista neoclásico se enfrenta, casi que a diario, con la noción de que el mercado ha contradicho la forma racional de asignar recursos; que de haber tenido mayor grado de información, habría hecho lo correcto; y entra en un ejercicio de explicación acerca de por qué la realidad no se ajusta a su teoría.
Un concepto procedente de la física
¿Cómo no caer en el pesimismo, si constantemente se está juzgando al mercado a la luz de algo que no le corresponde? ¿Cómo no caer en pesimismo a diario, cuando se ve una y otra vez que la realidad es terca y que se resiste de una buena vez a adecuarse a lo que debería ser? Y, finalmente, ¿Cómo no caer en pesimismo, cuando constantemente se insiste en que algo está en perfecto equilibrio, y que todo lo que le pertenece se resiste a adecuarse a aquel equilibrio? Nosotros no le vemos salida a esa diaria agonía más que caer en el pesimismo cínico en el que cayó el buen Vilfredo.
Y creemos, además, que la agonía pesimista de personajes, liberales clásicos como Pareto, se intensifica por un factor muy particular. La idea, como lo mencionamos anteriormente, es denunciar los efectos adversos de la planificación central, pues es el libre mercado la única salida para que los individuos puedan superar su estado natural de escasez y puedan asignar recursos eficientemente.
Pareto, como sus pares, tomó como punto de apoyo para limitar los estragos del socialismo la noción de equilibrio perfecto, traído de la física. El gran problema es que, a partir de esa herramienta analítica, viendo como surgen fallas del mercado, como zombies en una película apocalíptica, contrario a limitar la asignación centralizada de recursos y sus efectos económicamente adversos, lo que hace es aumentar el espectro de tal intervención y, por ende, de intensificar aquellos efectos.
Ludwig von Mises y su Acción humana: la receta contra el pesimismo
Esto lo entendemos a partir de la enseñanza de Ludwig von Mises y su libro, La acción humana, que justo en este año cumple 75 años de publicación. Von Mises expone una crítica contundente a la intervención estatal en el mercado, argumentando que cualquier intento de regulación estatal conduce inevitablemente al socialismo a través de un ciclo intervencionista.
Según von Mises, cuando el gobierno introduce una intervención para corregir una falla del mercado, esto genera ineficiencias y desequilibrios. Para abordar estos nuevos problemas, se requieren más intervenciones, incrementando el control estatal sobre la economía de mercado. Este proceso distorsiona los precios y destruye el cálculo económico racional, lo que lleva a una mala asignación de recursos y a una mayor ineficiencia.
Además, para implementar y mantener estas regulaciones, el gobierno debe restringir cada vez más las libertades económicas y civiles, erosionando la autonomía individual. Von Mises concluye que este ciclo de intervenciones y su tendencia hacia el socialismo es inherentemente perjudicial para la prosperidad económica y la libertad individual, destacando la necesidad de preservar un mercado libre sin interferencias estatales.
La comprensión de von Mises del proceso de mercado es justamente aquello que le permite hacer esta crítica efectiva. Solo si los precios transmiten la información cerca de las preferencias individuales, puede el empresario adelantar su función de satisfacer aquellas preferencias, coordinando sus acciones con las de los consumidores y dueños de factores de producción.
Receta contra el pesimismo
Además, tal comprensión integra en la teoría justamente la función empresarial. Von Mises la describe como el motor del progreso económico, destacando el carácter creativo y optimista del empresario. Según Mises, el empresario es un visionario que, a través de su capacidad para anticipar las necesidades futuras del mercado, asume riesgos y toma decisiones innovadoras. Esta creatividad no solo impulsa la producción y el empleo, sino que también mejora constantemente la calidad de vida de la sociedad. El empresario, con su espíritu optimista, confía en su habilidad para transformar recursos y oportunidades en beneficios, contribuyendo así al dinamismo y la evolución del mercado libre.
Ahora podemos entender cómo Ludwig von Mises, junto a todos aquellos que tomamos el equilibrio general como lo que es, una herramienta para comprender el mundo y no para gobernarlo, no caemos en ese pesimismo cínico, del que desafortunadamente liberales prolíficos como Pareto -y, también, Herbert Spencer- fueron presa fácil. No hemos considerado al empresario como aquella peste analítica y, por ende, comprendemos que sin él no hay creación, no hay innovación, ni afán de mejora, ni forma de evitar el desperdicio.
Que con los errores -no fallos- y aciertos de los empresarios el mundo se mueve hacia adelante; y que sin ellos sencillamente se estanca. Es con la comprensión de la función social de la función de los empresarios que siempre vemos, así sea lejano, un futuro positivo y es por ellos que no nos dejamos caer en el pesimismo propio de Pareto.
Casi que llegamos a la conclusión de que existe una receta en contra del pesimismo: abstenerse de la ingesta de nociones de equilibrio perfecto. La experiencia nos ha demostrado cómo desviarse de este consejo suele llevarnos a la miseria -como la falta de luz solar lleva eventualmente a la demencia.
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