Milei y Sánchez: no tan distintos
A juzgar por lo ocurrido a raíz de la intervención de Javier Milei en el Europa Viva 2024 organizado por Vox, podría decirse que el fenómeno del anarcolibertario confirma una proyección bastante más allá de las fronteras de la Argentina. Quedará para futuras reflexiones, en todo caso, analizar cuánto tienen en común figuras como Abascal, Meloni y Le Pen con la prédica libertaria, pero lo cierto es que, seguramente unidos más por el espanto que por el amor, la denominada “internacional de la derecha”, le ha dado a Milei el lugar central, simbólicamente hablando, solo detrás del organizador.
Luego llegó la frase que dinamitó todo, aquella que estaba fuera del texto y que Milei improvisó para hacer referencia a Begoña Gómez. Esa apresurada acusación de corrupción contribuyó a la respuesta desproporcionada que es una marca registrada de Sánchez, un político hábil y audaz que, en este caso, ha elegido como contrincante en el plano internacional al presidente argentino, aunque más no sea una forma de hacer política local, promoviendo aún más esta estrategia que tan buenos resultados le dio y que supone identificar con la ultraderecha y el fascismo a todo aquello que se le oponga.
Es probable que Milei no posea la sutileza maquiavélica de Sánchez pero sí comparte, o incluso supera, su audacia. Además, tiene una ventaja respecto a su par español: no le importa el poder. De hecho, aunque comienza a ser necesaria una distinción entre la verba inflamada de Milei y lo que su gobierno hace en la práctica, no es descabellado imaginar a un presidente argentino capaz de pegar un portazo o, en todo caso, llevar adelante un gobierno con la menor cantidad de negociación posible. Porque Milei tiene características megalómanas y místicas pero, quizás justamente por ello, su función de presidente de la nación, deviene un puesto menor. Sus principios, sus valores, el mandato de las fuerzas del cielo, como ustedes quieran llamarlo, son más potentes que el aferrarse a la presidencia. Sánchez, en cambio, es capaz de pactar con independentistas que deben dar cuentas ante la justicia, y con exetarras, por más que los archivos de sus intervenciones públicas cercanas lo muestren afirmando lo contrario.
Sánchez, entonces, es una máquina de poder mucho más aceitada que Milei, pero la ambición por aferrarse al gobierno a cualquier costo es una debilidad que el presidente argentino no posee.
Con todo, tienen en común, por diversas razones, que en sus figuras se diluye la distinción entre lo personal y lo institucional. En el caso de Milei, probablemente por las razones que indicábamos anteriormente, su accionar es similar al que tenía cuando estaba fuera de la función pública, lo cual, claro está, le trae problemas institucionales, tal como se observa en el uso desproporcionado que hace de la red social X y en sus declaraciones, especialmente cuando refiere a otros gobiernos. A tal punto la función de presidente le parece irrelevante que en su perfil de X no hay ninguna referencia a esa condición y la definición que él da de sí mismo es la de ser, simplemente, un economista.
Ahora bien, si en este Milei profeta al que circunstancialmente le toca ser presidente, no hay lugar para lo institucional, cabe decir que tampoco será posible encontrar ese espacio en un Sánchez autopercibido encarnación del Estado, de España y de la democracia. El mejor ejemplo de esa identificación se ha ofrecido, justamente, esta semana cuando, frente al comentario indebido de Milei sobre Begoña Gómez, el gobierno español monta una escena insólita en la que interpreta el agravio como una afrenta contra España que merece el retiro de la embajadora y el riesgo de un quiebre en las relaciones entre los países. Lo curioso es que en Argentina no se tomó como un agravio contra el país el hecho de que funcionarios del gobierno español acusen de drogadicto, negacionista (de la ciencia), fascista, etc., al presidente; menos aun fue visto como una injerencia indebida el apoyo público de Sánchez al candidato peronista Sergio Massa algunos meses atrás en medio del proceso eleccionario.
Esta diferenciación en el tratamiento de un caso y otro, muestra algo en lo que Milei sí tiene razón, esto es, la existencia de una hegemonía progresista en el plano del discurso público. Esto tiene como consecuencia directa que los agravios proferidos por la derecha sean vistos como formas del lenguaje del odio, mientras que los agravios proferidos por la izquierda sean interpretados simplemente como descripciones objetivas de la realidad.
Pero volviendo a nuestro tema, digamos que la imposibilidad de distinguir lo institucional de la persona de los presidentes, es lo que está llevando a que las relaciones internacionales de ambos países se identifiquen con las relaciones personales y los prejuicios ideológicos tanto de Milei como de Sánchez, es decir, todo aquello que cualquier manual de política internacional desaconsejaría.
En este contexto, ¿es de esperar que las tensiones disminuyan? Habiendo tantos lazos culturales y económicos entre ambos países, todos suponemos que, en el peor de los casos, asistiremos a cruces periódicos a través de redes sociales o declaraciones puntuales desde ambos lados del Atlántico y no mucho más. Sin embargo, al mismo tiempo no debemos olvidar que esta escalada acaba siendo funcional a los intereses de ambos y a los de sus socios y detractores locales.
Es que Milei es el enemigo perfecto para Sánchez y viceversa; cada uno es, para el otro, todo lo que está mal, todo aquello de lo que es necesario diferenciarse, etc. Se trata de la típica estrategia de polarización, la cual, a su vez, como decíamos, sirve para hacer política localmente: criticando a Milei, Sánchez está criticando a Vox al tiempo que lo eleva para disminuir a su adversario más peligroso, el PP; por su parte, criticando a Sánchez, Milei critica al progresismo que en Argentina hoy representa el kirchnerismo y la izquierda, y, erigiéndose como el único capaz de enfrentarlos, obliga a la derecha liderada por el expresidente Macri a encolumnarse detrás.
En síntesis, es un escenario en el que ambos contrincantes ganan, al menos por ahora; un escenario en el que los que dicen representar contrarios muestran, al fin de cuentas, no ser tan distintos.
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