¿Cuándo empezó a joderse todo en Venezuela?
“¿Cuándo empezó a joderse todo?”, se preguntaba el protagonista de “Conversación en la Catedral” a propósito de su Perú natal. Mientras Venezuela se debate en el caos y la incertidumbre, a manos de un dictador que proclama su triunfo pero se niega a revelar las actas que lo demuestren ante denuncias opositoras de un fraude escandaloso, el mismo interrogante de la novela de Vargas Llosa vale para la nación caribeña.
“La democracia está infectada y Chávez es el único antibiótico que tenemos”. Era 1998 y Hugo Chávez acababa de ser elegido presidente. El comentario lo hacía una ciudadana de Barinas, su Estado natal. Político marginal hasta entonces, supo canalizar el descontento y la bronca de los venezolanos, -que habían visto casi duplicar el índice de pobreza-, despotricando contra lo que llamaba “elite gobernante corrupta”, y prometiendo repartir de manera más equitativa la inmensa riqueza petrolífera del país.
Antes de eso, como suboficial militar había protagonizado un fallido golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, que lo llevó a la cárcel. El sobreseimiento que le otorgó dos años después el entonces presidente Rafael Caldera lo sacó de prisión. Su indulto, y algunas decisiones que sacudieron la política nacional, le allanaron a Chávez el camino a una candidatura presidencial. Años después del triunfo, un Caldera arrepentido diría “Nadie imaginaba que el señor Chávez tuviera ni la posibilidad más remota de convertirse en presidente”.
Lo recuerdan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro “Cómo mueren las democracias” al señalar que “la abdicación de la responsabilidad política por parte de líderes establecidos suele ser el primer paso hacia la autocracia de un país”. Y marcan las instancias de la presidencia de Chávez que anticipaban lo que sobrevendría: en 2003 frenó un referéndum de la oposición que lo habría destituido y lo pasó para el año siguiente, cuando los altos precios del petróleo favorecieron la economía, y su triunfo.
En 2004 armó una lista negra con los nombres de quienes habían firmado la petición de destitución. Después de 2006 clausuró un canal de televisión y detuvo o mandó al exilio a políticos opositores, jueces y periodistas con acusaciones incomprobables, y eliminó la duración del mandato presidencial: Chávez eterno.
En 2012, ya enfermo de cáncer, fue reelecto, pero con todo el control de los medios de comunicación y una aceitada maquinaria gubernamental trabajando para él. Al año siguiente, y a la muerte de Chávez, su sucesor, Nicolás Maduro, se impuso en comicios también cuestionados. En 2014 mandó arrestar a Leopoldo López, prominente líder opositor. En 2015 la oposición ganó las elecciones legislativas de manera abrumadora: la democracia parecía funcionar. En 2017, una nueva Asamblea Constituyente monopartidista usurpó el poder al Congreso. La lista sigue, y el resto es historia más reciente.
A diferencia de los golpes de Estado tradicionales, recuerdan los estudiosos, hoy el retroceso democrático empieza en las urnas, y “la población no cae inmediatamente en la cuenta de lo que está sucediendo”.
A partir de un trabajo del politólogo Juan Linz, Levitsky y Ziblatt catalogan algunas señales de deriva autoritaria en un político a las que el propio sistema debe prestar atención: 1) Rechaza, de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas de juego, 2) Niega la legitimidad de sus oponentes, 3) Tolera o alienta la violencia, 4) Indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación.
Así se va incubando el huevo de la serpiente.
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