Mitos sobre la Constitución de EE.UU. y los derechos individuales que erosionan la sociedad civil
El National Constitution Center de Filadelfia llevó a cabo recientemente un debate online sobre el nuevo libro The Year of Living Constitutionally: One Man’s Humble Quest to Follow the Constitution’s Original Meaning. En la conversación participaron el autor, el periodista A. J. Jacobs, y Jeffrey Rosen, presidente y director general del NCC. Recomiendo a los lectores que vean el debate completo ya que este artículo se enfocará únicamente en un breve extracto.
Durante el debate, el Sr. Jacobs afirmó: “Tienes derechos naturales, naciste con derechos naturales, pero esos derechos, una vez que te incorporas a la sociedad, celebras un contrato, y esos derechos tienen que equilibrarse con el bien común” (ver minuto 24:17).
No está claro si Jacobs estaba expresando su propia opinión o simplemente repitiendo un punto de vista frecuente (mi conjetura, basada en el contexto, es que podrían ser las dos cosas). De cualquier manera, su afirmación incluye varios mitos persistentes y peligrosos que se han repetido en las aulas con tal frecuencia que rara vez se cuestionan, a pesar de ser incorrectos.
Mito N.º 1: La Constitución estadounidense es un contrato entre el pueblo y el Estado.
La Constitución no es un contrato No contiene, y nunca ha contenido, los elementos de un contrato. Según el Legal Information Institute de la Cornell Law School,
Un contrato es un acuerdo entre partes que crea obligaciones mutuas exigibles por ley. Los elementos básicos necesarios para que el acuerdo sea un contrato jurídicamente exigible son: el mutuo consentimiento, expresado mediante una oferta y una aceptación válidas; una contraprestación adecuada; la capacidad; y la legalidad.
El pueblo nunca ha celebrado un contrato con el Estado, como enfatizó el investigador senior del Independent Institute, Robert Higgs, en su ensayo titulado “Consent of the Governed, Revisited”:
[Con] respecto al llamado contrato social, he tenido muchas oportunidades de expresar mi desacuerdo, ya que ni siquiera he visto el contrato y mucho menos se me ha solicitado que lo acepte. Un contrato válido requiere oferta, aceptación y contraprestación voluntarias. Nunca he recibido una oferta de mis gobernantes, por lo que ciertamente no he aceptado ninguna; y en vez de una contraprestación, no he recibido más que desprecio por parte de los gobernantes, quienes, a pesar de la ausencia de cualquier acuerdo, me han amenazado manifiestamente con graves daños en caso de que no cumpla con sus edictos.
Nadie en su sano juicio consentiría voluntariamente a un documento que lo vincula indefinidamente a un grupo que puede “legalmente” despojarlo de sus ingresos, su riqueza y su libertad en cualquier momento, basado en el voto de una mayoría institucional. El filósofo estadounidense Lysander Spooner señaló en 1867: “Afirmar que las mayorías, como tales, tienen derecho a gobernar a las minorías, equivale a decir que las minorías no tienen, y no deberían tener, ningún derecho, excepto aquellos que las mayorías decidan concederles”.
Una persona escogida al azar en Estados Unidos tiene más confianza en que su proveedor de telefonía móvil le ofrecerá un servicio a un precio acordado, gracias a un contrato, que en la relación que tiene con su gobierno federal, estatal o local bajo cualquier constitución o estatuto. Por ejemplo, a muchas personas les sorprendería saber que la Corte Suprema de Estados Unidos ha fallado que la policía no tiene un deber constitucional general de proteger a alguien de cualquier daño. Trágicamente, los padres de Uvalde, Texas, entre otros, han aprendido esto de la manera más dura. Los ciudadanos estarían mejor atendidos por agencias de seguridad privadas que operen bajo contratos que especifiquen los términos (deberes) de protección, en lugar de depender de las agencias gubernamentales de aplicación de la ley que actúan bajo la autoridad local o estatal.
La Constitución de Estados Unidos no es un contrato. Nunca ha recibido el consentimiento de los gobernados y, basándonos en cómo los gobiernos tratan a sus súbditos, pocas personas aceptarían voluntariamente sus términos si se les diera la oportunidad.
Mito N.º 2: El “bien común” existe y puede ser discernido.
A pesar de haber sido asesinada hace más de 70 años, la noción de “bien común” es un mito que subsiste como un zombi. En una monografía de 1951 titulada Social Choice and Individual Values, el economista Kenneth J. Arrow, premio Nobel de Economía, demostró que en general es imposible determinar el “bien común”. El teorema de Arrow, conocido como el teorema de la imposibilidad, parte de varias condiciones aceptadas, como que cada individuo tiene preferencias completas y transitivas sobre los resultados considerados en un contexto de elección colectiva, como la votación.
Según el investigador del MIT S. M. Amadae, el teorema de Arrow demuestra que es imposible establecer “algún procedimiento matemático [es decir, una regla de elección social] para amalgamar las preferencias individuales que produzca una ordenación de preferencias colectivamente racional de todos los resultados posibles”. Las implicaciones de este teorema son profundas. Como explicó Amadae, “el teorema rechaza la idea de una voluntad democrática colectiva, ya sea a través de la deliberación cívica o interpretada por expertos que paternalmente deciden lo que es mejor para una población”.
Los derechos, preferencias e intereses individuales existen, y a menudo motivan a los individuos a alinearse en grupos o facciones. No obstante, no existe el “bien común”, el “bienestar general” o “el público”. Son falacias de agregación.
Retomando la afirmación anterior de A. J. Jacobs, dado que no existe un bien común, no tiene sentido afirmar que “equilibrar” los derechos naturales puede conducir a resultados más cercanos a ese bien común.
Mito N.º 3: El Estado debe equilibrar los derechos cuando los individuos se incorporan a la sociedad.
El Sr. Jacobs tiene razón al afirmar que todo individuo nace con derechos naturales. Sin embargo, se equivoca al sugerir que esos derechos deben ser equilibrados (o atenuados) por el Estado (los políticos) al momento de ingresar a la sociedad. En realidad, una sociedad pacífica y bien ordenada requiere la máxima expresión y protección de los derechos naturales, comenzando por los derechos de propiedad privada, que son los más importantes de todos los derechos naturales.
En su clásico trabajo de investigación de 1967 titulado “Hacia una teoría de los derechos de propiedad”, el economista Harold Demsetz afirmaba: “En el mundo de Robinson Crusoe, los derechos de propiedad no juegan ningún papel”. Los derechos de propiedad privada surgieron y evolucionaron cuando las personas comenzaron a entrar en conflicto por los escasos recursos, lo que dio lugar a externalidades negativas. Además, como explicó Wanjiru Njoya, del Instituto Mises,
Los derechos de propiedad, es decir, el derecho a poseer bienes, comprarlos, venderlos y celebrar otros contratos relacionados con su uso, pertenecen por igual a todos los individuos. La igualdad ante la ley no se refiere a la equiparación de los [naturalmente] desiguales o a la uniformidad en la propiedad, sino que afirma el derecho a la propiedad en sentido formal: no que todos deban tener propiedad, sino que todos tienen el derecho a poseer propiedad (cursiva en el original).
En 1959, Murray Rothbard, economista, historiador y teórico político estadounidense, escribió un artículo para la Fundación para la Educación Económica (FEE por su sigla en inglés) titulado “Los derechos humanos son derechos de propiedad”. Rothbard afirmaba: “Los derechos del individuo siguen siendo eternos y absolutos; pero son derechos de propiedad…. Los derechos de propiedad…son, de hecho, los más básicos de todos los derechos humanos”. Los derechos de propiedad son el fundamento de todos los derechos naturales.
Rothbard profundizó sobre este punto crucial, demostrando la primacía de los derechos de propiedad y la libertad de contratar entre los derechos naturales del hombre en su clásico libro de 1973 Hacia una nueva libertad, :[E]l derecho humano de una prensa libre es el derecho de propiedad a adquirir los materiales y luego imprimir folletos o libros y venderlos a quienes estén dispuestos a comprarlos. No existe ningún ‘derecho a la libertad de expresión’ o de libertad de prensa adicional más allá de los derechos de propiedad que podemos enumerar en un caso concreto”.
Los derechos naturales son inseparables de los derechos de propiedad, que incluyen el derecho a realizar contratos e intercambios mutuamente acordados con los propietarios de otros derechos de propiedad. Todos los derechos naturales del ser humano tienen su origen en los derechos de propiedad y son, en esencia, subdivisiones de estos, como escribió Rothbard. Los derechos de propiedad privada son fundamentales porque hacen que todos los demás derechos naturales sean viables en un contexto de escasez. Así, regulan los derechos naturales del hombre en una sociedad basada en intercambios voluntarios de mercado, sin necesidad de que el gobierno “equilibre” esos derechos. Los derechos de propiedad privada permiten que las personas prosperen juntas de manera pacífica.[1]
Muchos de los problemas más difíciles de abordar en la actualidad se originan en una mala definición y aplicación inadecuada de los derechos de propiedad privada. Esto incluye cuestiones como la escasez de vivienda, la contaminación, los incendios forestales, el vandalismo urbano, las protestas destructivas en campus y calles, la disponibilidad de agua y la situación de las personas sin hogar. Reforzar los derechos de propiedad privada podría ayudar a reducir los conflictos, la violencia y otros problemas sociales.
Contrariamente a la afirmación del Sr. Jacobs, los derechos naturales, en particular unos derechos de propiedad privada seguros son aún más importantes, no menos, a medida que las personas se integran en la sociedad. En lugar de equilibrar esos derechos, es fundamental definirlos y hacerlos valer plenamente. Cuando la gente cree mitos, como lo hacen demasiados estadounidenses, sobre que la Constitución es un contrato que otorga al Estado soberano el poder legítimo de equilibrar los derechos legales para alcanzar el bien común o el bienestar general, los derechos individuales seguros empiezan a desaparecer. En ese caso, los derechos se convierten en aquello que sobra.
Conclusión
Una vez desmentidos estos mitos, es razonable preguntarse: ¿Qué deberíamos aspirar a lograr? El Padre Fundador y revolucionario Thomas Paine ofreció una visión en Los derechos del hombre (1791) que sigue siendo relevante en la actualidad:
Gran parte del orden que existe entre la humanidad no es fruto del gobierno. Proviene de los principios de la sociedad y en la constitución natural del hombre. Existía antes del establecimiento del gobierno y continuaría existiendo incluso si la formalidad del gobierno fuera abolida. La dependencia mutua y el interés recíproco que el hombre tiene en el hombre, así como entre todas las partes de una comunidad civilizada, crean esa gran cadena de conexión que las mantiene unidas.
El terrateniente, el agricultor, el fabricante, el mercader y el comerciante, así como todas las ocupaciones, prosperan gracias a la colaboración que cada uno recibe de los demás y del conjunto. El interés común regula sus asuntos y establece sus leyes; de hecho, las leyes que surgen del uso común tienen una mayor influencia que las leyes del gobierno. Al final, la sociedad se encarga por sí misma de casi todo lo que se atribuye al gobierno….
No faltan ejemplos que demuestren que todo lo que el gobierno puede añadir útilmente, ha sido realizado por el consentimiento común de la sociedad, sin el gobierno…. En el instante en que el gobierno formal es abolido, la sociedad comienza a actuar.
Por ende, deberíamos esforzarnos por lograr una sociedad radicalmente descentralizada políticamente, incluso sociedades sin Estado, gobernadas, no por constituciones, sino por contratos voluntarios enraizados en los derechos naturales de los individuos; y una sociedad en la que las facturas se paguen por los servicios prestados, no por tributos impuestos por las élites gobernantes. Las leyes públicas del “Estado soberano” deberían dar paso al derecho privado y a la gobernanza privada, con la subsidiariedad y la despolitización como principios rectores. Tenemos mucho trabajo por hacer.
Notas
[1] Para más información sobre los tres párrafos anteriores, véase mi artículo titulado “The Disney–DeSantis Feud: Avoidable in a Society Rooted in the Natural Law.”
Traducido por Gabriel Gasave
- 28 de diciembre, 2009
- 8 de junio, 2012
- 21 de noviembre, 2024
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