El misterioso sabotaje a la industria automovilística europea
Para entender el drama en que está sumida la industria automovilística europea no basta con señalar a la ruinosa transición energética. Hay detrás de este inminente desastre una larga cadena de complicidades y dependencias que, a la larga, la han convertido en el peor reflejo del anquilosado burocratismo que domina al viejo continente. Así que, querido lector, le invito a que por unos minutos se desprenda de explicaciones sencillas y evidentes, de pre-juicios y afirmaciones autoconclusivas y me acompañe, con la mente despejada, en este viaje al ojo del huracán que envuelve a una de las industrias más valiosas y simbólicas, por cuanto el automóvil ha sido -sí, en pretérito perfecto- el estandarte de la democratización práctica y la libertad de Occidente.
Lo primero que hay que advertir es que la industria del automóvil europea, a pesar de su tradición innovadora, ha dejado de atender a las leyes del mercado para convertirse en una industria intensamente polítizada, un enorme pseudo ministerio del que dependen millones de familias y que es dirigido al alimón por políticos, ejecutivos y sindicalistas.
El episodio que puso de relieve la complicidad y dependencia de la industria automovilística de la otra gran industria europea, la más floreciente, la industria política, tuvo lugar en la década de 1990. Lo que sucedió entonces no fue una alianza puntual entre corporaciones y políticos forzada por las circunstancias. Fue la consumación de la simbiosis entre la industria y la política, y cuyas consecuencias tienen su letal eco en el presente.
Dormidos en los laureles
La competencia japonesa jugó un papel importante en la evolución de las motorizaciones en Europa, especialmente en lo que respecta a los motores de gasolina. Durante las décadas de 1980 y 1990, los fabricantes japoneses, como Toyota, Honda y Nissan, ganaron una gran reputación por sus motores de ciclo Otto que eran más eficientes y confiables y con menores emisiones contaminantes que los que equipaban los vehículos europeos.
Los motores japoneses destacaban por ser tecnológicamente más avanzados, con características como la inyección electrónica de combustible y sistemas de control más sofisticados que mejoraban la eficiencia y reducían el consumo. Además, eran más pequeños y ligeros y su relación potencia-consumo resultaba muy superior.
Las ventajas competitivas de las marcas japonesas eran tan abrumadoras que, a pesar de los fuertes aranceles, el público europeo empezó a decantarse por ellas. Fue entonces cuando los políticos comenzaron a temer que sucediera en Europa lo que ya había sucedido en los Estados Unidos, tras el desembarco de las marcas japonesas. Las fantasmagóricas imágenes de la ciudad de Detroit, antaño orgulloso estandarte del imperio automovilístico estadounidense, con polígonos industriales abandonados y fábricas en ruinas, les provocaban escalofríos.
Para cuando los japoneses llegaron a Europa la industria del automóvil europea llevaba tiempo dormida en los laureles. Se mostraba confiada en la tradición de sus marcas y en un supuesto estatus aristocrático que las situaba por encima de las advenedizas marcas orientales. A esta ciega confianza en el pedigrí se añadía la salvaguarda del proteccionismo. Las grandes marcas se sentían seguras detrás de un muro, mitad aristocrático, mitad arancelario.
Sin embargo, contra todo pronóstico, este muro fue superado por el tsunami de una industria japonesa centrada en la inversión en I+D, en la apuesta por la eficiencia y fiabilidad mecánica y, sobre todo, en una filosofía orientada hacia el cliente. Los ingenieros japoneses, cuando diseñaban un automóvil, se preguntaban: “¿Cómo lo usarán los clientes? ¿Cómo puedo evitar que falle si abusan de él?”. Mientras que los europeos hacían justo lo contrario: “Yo he fabricado esta máquina y tiene que utilizarse de esta manera. Si el cliente la maltrata y falla, es culpa suya, no mía”.
La trampa
De repente, el muro se había sumergido bajo las aguas de una industria asiática pletórica. Era urgente reaccionar. Sin embargo, el retraso de la industria europea no era fruto de la relajación de unos pocos años, sino de un periodo de tiempo demasiado prolongado como para poder acortar distancias con la rapidez que era necesaria. Una respuesta equivalente a este atraso requería de inversiones tan enormes en un espacio de tiempo tan corto que su financiación resultaba inasumible. La industria europea no tenía músculo financiero ni intelectual como para realizar en tan poco tiempo el esfuerzo que no había realizado durante años. Entonces, ¿qué podía hacer para salvarse?
Los fabricantes llegaron a una conclusión. Necesitaban encontrar un atajo, una milagrosa ventaja competitiva frente a la que los japoneses no tuvieran respuesta, al menos no en el corto plazo. Esta ventaja para constituirse en un atajo milagroso debía cumplir dos condiciones: poder implementarse rápidamente y con una inversión contenida. Pero aun encontrando esa salvífica ventaja, sería imprescindible que los políticos crearan a su alrededor una inescapable trampa regulatoria para sus competidores.
La industria europea, acuciada por la urgencia, no tardó en encontrar un candidato que pudiera convertirse en el atajo milagroso: la mecánica diésel. Hasta la fecha, ésta había sido poco apreciada por los conductores europeos. Su pobre rendimiento en comparación con los motores de ciclo Otto hacía necesarios mayores cubicajes, lo que redundaba en motores grandes, pesados y ruidosos.
Sin embargo, los ingenieros europeos encontraron la forma de transformar la hasta entonces engorrosa mecánica diésel en un producto más prestacional y refinado añadiendo tan sólo un par de componentes, cumpliendo así las dos condiciones clave: rapidez en la implementación y costes financieros contenidos. El primero de estos componentes era de sobra conocido por la industria: el turbocompresor. El segundo, aunque tampoco era una novedad, sí lo fue su aplicación a gran escala: la inyección directa a presión constante; esto es, el common rail.
Pero lo que realmente iba a convertir al motor diésel en el arma definitiva fue el hecho de que Japón sólo lo considerara apto para usos industriales o restringidos por ser sucio y muy contaminante. De hecho, en la década de 1990, las autoridades japonesas habían adoptado políticas estrictas contra los motores diésel debido a las elevadas emisiones de óxidos de nitrógeno (NOx) y partículas finas (PM). Así pues, en el terreno de juego del diésel las marcas japonesas no sólo no estaban por delante de las europeas, estaban en clara desventaja.
Una vez lencontrado el santo grial, faltaba que las autoridades europeas hicieran su parte el trabajo. Y ya lo creo que lo hicieron. Establecieron nuevas y duras regulaciones que favorecían drásticamente a las mecánicas diésel y perjudicaban a las de gasolina. El argumento que utilizaron fue la protección del medio ambiente. ¿Pero cómo fue posible si los motores diésel eran mucho más contaminantes? Muy sencillo. No entraron a valorar qué mecánica era más contaminante en términos absolutos, sino que escogieron el único parámetro en el que los motores de gasolina estaban en desventaja, las emisiones de CO2. Apoyándose en que los motores diésel emiten entre un 15 % y 20 % menos CO2 que los motores de gasolina, los reguladores europeos favorecieron a los fabricantes locales, ignorando deliberadamente que las mecánicas diésel emitían entre 4 y 10 veces más NOx que los motores de gasolina y hasta 10 veces más partículas finas.
Este episodio fue la prueba palmaria, el aviso a navegantes de un monstruo regulador en ciernes que con el tiempo alcanzaría la pavorosa dimensión actual. Un entramado burocrático capaz de sesgar la realidad, cuando no directamente de inventársela, de ocultar con desparpajo los datos desfavorables y mostrar los que sirven a la causa del momento, al lobby de turno o al aliado tapado. La regulación no como quieren que creamos, la que supuestamente nos protege de los excesos del voraz capitalismo, sino como herramienta con la que torcer voluntades, recompesar al amigo, al vago pero buen pagador o simplement al que colabora activamente en el enaltecimiento del terrorismo regulador.
Un daño autoinfligido letal
Fue a partir de 2015, coincidiendo con el escándalo de emisiones del Dieselgate, que las evidencias de que las mecánicas diésel son mucho más contaminantes cobraron súbitamente importancia. La razón de este giro de las autoridades europeas, más allá de la delirante transición energética, no están del todo claras. Posiblemente, uno de los motivos fue los avances de las marcas japonesas hacia soluciones híbridas mucho más limpias y que además contrarrestaban la principal ventaja de las mecánicas diésel, su menor consumo. Quizá los políticos empezaron a temer que los fabricantes europeos se durmieran otra vez en los laureles. Y decidieron empujarlos para que saliaeran de su zona de confort.
Desgraciadamente, el éxito de la gran jugada de la década de 1990 llevó a las autoridades a ser más ambiciosas e imprudentes. ¿desarrollar mecánicas híbridas? De ninguna manera. Si el objetivo era repetir el éxito regulatorio con el que la industria europea, especialmente la alemana y la francesa, había eliminado de un plumazo a sus competidores, era imperativo saltarse ese paso intermedio. Había que ir más allá y dar un gran salto estratégico. Había que transicionar a la electrificación total. El éxito de Tesla, a juicio de los burócratas, demostraba que ese era el camino. Detenerse en la hibridación sólo supondría una pérdida de tiempo y de recursos. Es más, para que todos los recursos disponibles se orientaran en esa dirección, pusieron fecha límite a la fabricación de motores de combustión interna.
La electrificación debía ser total y alcanzarse en tiempo récord. Ahí empezó la tragedia. Los políticos observaron el ejemplo de Tesla con una mirada demasiado estrecha. Resumieron su éxito en tres palancas fundamentales: una fuerte subvención pública, una política de restricciones medioambientales y una fuerte capacidad industrial. Con estos tres elementos correctamente combinados, Europa debía ser capaz de replicar el éxito de la compañía californiana, pero a una escala mucho mayor. Al fin y al cabo, la industria europea estaba más internacionalizada y era bastante más madura y poderosa que una marca joven y todavía con escasa implantación como Tesla.
Pero esta comparación de Tesla con la gran industria europea pasó por alto importantes diferencias bastante menos favorables. No es lo mismo una joven empresa estadounidense nativa de la electrificación que una gran y antigua industria europea cuyas estructuras de producción, tanto materiales como humanas, giran en torno a la tecnología del motor de combustión. Y que, además, está sometida a un marco regulatorio mucho más restrictivo que el estadounidense, especialmente en el ámbito laboral.
La conversión del enorme ecosistema industrial europeo hacia un negocio que, aunque conceptualmente puede parecer el mismo (fabricar automóviles), es radicalmente diferente por tecnología, procesos, materiales, cadenas de suministro y capacitación, supone una transformación drástica a todos los niveles. Además de una gran inversión y, en consecuencia, una reducción de costes operativos que compense los costes financieros, es imprescindible no ya el reciclaje de plantillas, sino su reestructuración; es decir, suprimir decenas de miles de empleos, tal vez centenares de miles.
Basta una pincelada para comprender la magnitud del cambio que supone para una gran industria ya establecida y basada en el motor de combustión interna pasar a otra basada en los motores eléctricos. Un motor de gasolina consta de entre 2.000 y 3.000 piezas fabricadas con materiales distintos, tolerancias diferentes y procesos específicos que requieren una gran cadena de proveedores especializados. Un motor eléctrico, por el contrario, consta sólo de entre 30 y 50 piezas. Esta diferencia por sí sola nos advierte que pasar de una cosa a otra no sólo implica una transformación del modelo de negocio, exige también un dramático redimensionamiento, tanto en las fábricas de automóviles como en la industria auxiliar.
Es en este imprescindible redimensionamiento donde la transformación de la industria del automóvil europea afronta uno de sus más graves problemas. En los Estados Unidos, por ejemplo, si Tesla necesita prescindir de miles de empleados, bastará con una simple decisión de la dirección de la empresa para hacer despidos masivos. De un día para otro, Tesla podrá reducir drásticamente su masa laboral sin apenas contratiempos y sin tener que pedir permiso.
En Europa esto es inimaginable. Si en Alemania, por ejemplo, el Grupo VW necesitara reajustar su plantilla de forma drástica, sólo podría hacerlo mediante un plan previamente negociado a cara de perro con autoridades y sindicatos. Este plan, además, no se ejecutaría de un día para otro, sino que requeriría años para consumarse. Esto significa que, mientras Tesla, en los Estados Unidos, puede adaptarse a gran velocidad a las circunstancias del mercado, en Europa el Grupo VW no puede hacerlo. Para sobrevivir depende de la voluntad política, de sus subvenciones, incentivos y permisos.
Esta desventaja clave no sólo penaliza a las empresas europeas respecto de las estadounidenses, también lo hace respecto de las chinas. En China no existe la libertad de sindicación. El único sindicato legal es la Federación Nacional de Sindicatos de China (ACFTU, por sus siglas en inglés: All-China Federation of Trade Unions). Todos los demás sindicatos deben estar afiliados a él y someterse a su autoridad. Este sistema de sindicato vertical actúa conforme a la doctrina ideológica China de que los derechos individuales (en este caso, los laborales) están supeditados a los intereses de la comunidad. Si la buena marcha de una gran empresa china depende de la supresión de un número determinado de empleos, el ACFTU primará al conjunto de la masa laboral en detrimento de los trabajadores perjudicados. Así, en la práctica, el despido es libre en China. Sólo hace falta un trámite: informar al PCCh.
Europa se puso un lazo al cuello. China sólo tuvo que tirar de él
Por estas y otras muchas razones, la industria del automóvil europea se encuentra en una situación crítica. Por un lado, para no tener que acometer un redimensionamiento drástico de sus fábricas y proveedores, necesita mantener buena parte de su tradicional modelo de negocio basado en los motores de combustión interna. Y por otro, para no ser arrasada por la imparable industria china del automóvil eléctrico (VE), debe encontrar la forma de acometer en paralelo esa transformación. Desgraciadamente, lograr ambas cosas al mismo tiempo es imposible. Lo demuestra las preocupantes proyecciones que 2024 está suponiendo para muchas marcas europeas.
Incluso aquellas que ante el desafío de la electrificación total ofrecen datos más esperanzadores, como BMW, se están viendo obligadas a desplazar cada vez más la actividad de esta nueva industria fuera del continente europeo, concretamente a China. Así BMW, en 2023, del total de 330.596 vehículos eléctricos fabricados, cerca del 50% ya fueron fabricados en China. De cara al inmediato futuro, el mal comportamiento de la demanda del mercado europeo para este tipo de mecánicas y, al revés, la creciente demanda del mercado chino, obligará a BMW a invertir cada vez más en China y menos en Europa.
Pero el aparente éxito de la marca de Baviera para competir en el mercado premium de los coches eléctricos es la excepción europea, no la regla. El Grupo Volkswagen, el Grupo Stellantis y Renault, que aglutinan a la gran mayoría de marcas generalistas europeas, literalmente están siendo arrasados. En cifras absolutas, la industria europea está recibiendo una monumental paliza por parte de compañías chinas que ni siquiera existían hace un par de décadas. Mientras la porción europea de la tarta del mercado global de VE apenas alcanza el 25 %, la de China supera ya el 60 %. Y todo apunta a que esta enorme diferencia, lejos de reducirse, seguirá aumentando en el futuro.
De alguna manera, China nos ha metido un gol parecido al que en su día Europa le marcó a la industria japonesa mediante la trampa de la transición al diésel, pero con la diferencia de que China no ha tenido que mover un dedo. La trampa de la electrificación total se la ha proporcionado llave en mano una Europa burocrática convencida de que podría repetir la jugada maestra del diésel con el automóvil eléctrico.
China, como un luchador de judo, ha usado a su favor la fuerza ciega del contrario. Ha dejado que los planificadores y tecnócratas europeos le pusieran el lazo alrededor del cuello a su propia industria, con la colaboración inestimable y el silencio cómplice de sus ejecutivos, que vieron en la transición al coche eléctrico una oportunidad para mejorar sus márgenes con exenciones y cuantiosas subvenciones de dinero público no sujetas a resultados.
China también ha sabido engatusar durante años a los ejecutivos europeos con sustanciosos beneficios a corto plazo para que invirtieran en China, ayudaran a crear un ecosistema industrial poderoso, transfirieran sus conocimientos y patentes y formaran a una nueva generación de operarios, técnicos e ingenieros que, luego (es decir, hoy), competiría contra ellos. Esta colosal transferencia de músculo industrial de Europa a China fu apoyada por un PCCh, que siempre juega al ajedrez, nunca a las damas, con ayudas económicas e incentivos fiscales de tal magnitud que Europa, antaño campeón mundial de la planificación, parece un enano. Para remate, a día de hoy, en lo que respecta al VE, China controla la cadena de suministro de materias primas (el 80 % del mercado global), la tecnología y fabricación de baterías y su ventaja sobre Europa en otro aspecto crucial, el software, es abismal.
Una cosa es establecer lazos comerciales con países más o menos libres, incluso instalar en ellos industrias, y otra muy distinta bailar con el diablo, creyendo que saldrás ganando. Cuando pactas con el diablo, lo que suele suceder es que, al final, te quita todo cuanto tienes.
La única opción que en su momento tuvo Europa para sobrevivir no fue la planificación y la inversión pública. Fue la libertad. Pero hace ya demasiado que los europeos renunciamos a ser libres. Hoy, tal y como ha demostrado Mario Draghi con sus recetas para evitar la debacle final, lo que se impone por encima del desvarío de la transición energética es la planificación de arriba hacia abajo. La creencia suicida de que los tecnócratas saben de todo, ya sea de fabricar automóviles o cultivar boniatos.
Pero la triste realidad realidad es que los cerebritos que edran en Bruselas poco a nada saben de cualquier actividad, mucho menos de una industria extraordinariamente compleja, donde se integran y cooperan ecosistemas tecnológicos, industriales y sociales de una complejidad tal que hasta quienes de dedican a ella han de especializarse y mancharse con el polvo del camino para comprender y afrontar a duras penas una fracción de sus problemas.
De lo que entienden en Bruselas es de bombardear cualquier actividad, por elemental que sea, con regulaciones. Lo demostraba Kai Weiss en este mismo medio con los 109 reglamentos sobre almohadas, los 50 sobre edredones y sábanas o las 31 leyes sobre cepillos de dientes. Si esto es lo que hacen con productos tan básicos, imagine, querido lector, lo que han hecho con el automóvil, una máquina que para funcionar necesita en la actualidad entre 70.000 y 90.000 piezas… todas ellas con el Certificado de Conformidad CEE.
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