Maria: la voz detrás de Callas
«Esta es una gran prueba para mí», le confesó a su audiencia, y por toda respuesta recibió un ensordecedor aplauso. Por lo general prefería que esperaran a que terminara de cantar para aplaudir, según ella la interrupción estropeaba la atmósfera, pero esa noche recibió con gusto el cariño de su público. Después de todo, había estado lejos de los escenarios por casi una década y en esa noche en Boston las circunstancias no eran las que había esperado. No estaba segura si sería capaz de ejecutar la próxima aria como le gustaría, pero, una vez que el pianista comenzó a tocar, en medio de los aplausos y aclamaciones se abrió paso la extraordinaria voz que le había dado el título de La Divina, recordándole al mundo y a ella misma por qué Maria Callas era la prima donna más icónica de la ópera del siglo XX.
La vida de Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos (Mary o Marianna, como la conocían en su infancia) había iniciado en el barrio neoyorkino de Hell’s Kitchen el 2 de diciembre de 1923. Hija de Evangelia y Geroge Kalogerópulos, migrantes griegos que eventualmente adaptaron su apellido a Kalos y luego Callas, su llegada al mundo no fue particularmente auspiciosa, pues su madre esperaba un hijo varón y al descubrir que su hija no era lo que esperaba optó por ignorarla los primeros cuatro días de su vida. Este rechazo fue una constante en la infancia de Maria, relegada siempre a un segundo lugar detrás de su hermana mayor, Jackie, la hija que su madre sí había querido tener. Una de las consecuencias del trato de su madre y las constantes comparaciones con su hermana —la “bonita” de la familia— que más afectaron a Maria, fue que desde muy temprana edad desarrolló hábitos alimenticios que la llevaron a tener problemas con su peso a lo largo de toda su vida, pero por supuesto, el tema físico no fue el único efecto de su complicada vida familiar. Eventualmente cortó por completo la relación con su madre y hermana, en quienes había sentido un aire oportunista una vez que alcanzó fama y fortuna, limitándose a enviarles cheques mensuales por el resto de su vida.
Sin embargo, mucho antes de que eso ocurriera, Evangelia —mujer profundamente ambiciosa— reconoció en la pequeña María un enorme talento vocal y la empujó a participar en innumerables competencias y eventos con su hermana acompañándola al piano. Su padre, por otro lado, no veía en esas actividades más que cosas de niños y sin importancia. Como ese no era el único aspecto en el que Evangelia y Geroge no coincidían, no fue extraño que se separaran, con Evangelia llevándose a sus dos hijas hasta Atenas, su tierra natal.
Maria tenía trece años, aunque pretendió tener dieciséis, cuando su madre la inscribió en el conservatorio de Atenas, donde conocería a la persona que le cambiaría la vida: Elvira de Hidalgo. El instante en que esta soprano española y maestra del conservatorio escuchó por primera vez a la joven Maria, cerró los ojos y sintió «una violenta cascada de sonido, aún sin demasiado control, pero dramática y emocionante. Había estado esperando por esa voz en secreto por algún tiempo. Fue como una cita con el destino», decidiendo inmediatamente que la ayudaría a alcanzar todo su potencial. Empezó a entrenar a Maria en el arte del bel canto (estilo operístico destacado por su elegancia, agilidad vocal y expresividad técnica) y la versatilidad de su voz saltó inmediatamente a la luz. La adolescente podía manejar con facilidad la ligereza de las sopranos coloratura y la potencia de las sopranos dramáticas sin mayores complicaciones, característica que más adelante en su carrera la llevaría a ser catalogada como soprano assoluta, aunque según ella —siempre exigente consigo y con el resto— eso era lo mínimo de debía esperarse de una cantante: que pudiera cantar lo que le sea que le pusieran delante, como si se tratara de un instrumento musical.
Para ese entonces, Maria, confiada en su talento, estaba decidida a triunfar en el mundo de la ópera y su música se había convertido en su vida entera. Con frecuencia se prestaba partituras de su maestra y las devolvía completamente memorizadas al cabo de una semana, desarrollando un repertorio tan amplio y variado que a muchos les parecía inverosímil. Esta habilidad de memorización le sería increíblemente útil a lo largo de su carrera, pues como padecía una severa miopía era incapaz de ver al director de la orquesta durante sus presentaciones y debía memorizar absolutamente todo lo que haría musicalmente en escena, además de tener cada metro cuadrado del escenario perfectamente estudiado para moverse sin problemas.
Apoyada en sus habilidades, en 1942 obtuvo su primer gran éxito con la ópera Tosca de Puccini y en los próximos dos años se consagró como una de las grandes sopranos de Grecia. Ansiosa por expandir el alcance de su voz, en 1944 decidió buscar nuevas oportunidades y regresó a Estados Unidos, mas lo que encontró ahí no era lo que esperaba. No solo fue incapaz de conseguir los roles que buscaba, sino que al reencontrarse con su padre descubrió que, aunque no estaba oficialmente divorciado de su madre, mantenía una relación con quien había sido una amiga de su familia. Decepcionada y con su carrera estancada, Maria Callas de 20 años no tenía ni la menor idea de qué hacer a continuación.
La solución a su problema vino de un amigo suyo, cantante también, quien la ayudó a organizar una audición con el director del Festival de Verona, quien estaba visitando Nueva York en busca de nuevos talentos. Impresionado, le ofreció el rol de Gioconda en la ópera de Ponchielli, dándole a Maria la oportunidad de hacer su debut italiano y de cambiar su vida para siempre. Si bien la soprano cosechó otro gran éxito, el mayor impacto en su vida no tuvo que ver con ello —al fin y al cabo, aún le fue complicado obtener nuevos contratos—, sino con las personas que conoció en Italia. El primero fue el maestro Tullio Serafin, el director de orquesta que se convertiría en su mentor y protector; y el segundo, el empresario Giovanni Battista Meneghini, treinta años mayor que ella, quien cumpliría los roles de agente y marido. Al inicio, Meneghini había quedado completamente rendido ante Maria y su voz, y Maria estaba profundamente enamorada de su Santo Benedetto o Titta, como lo llamaba. No obstante, al cabo de diez años, el romance acabaría y la cantante descubriría que su marido se había aprovechado de su posición para enriquecerse a costa de ella.
Durante el tiempo que estuvieron juntos, sin embargo, fue Meneghini quien conseguía y negociaba los contratos de Maria, esperándola tras bambalinas con un abrazo después de cada concierto. Cuando ninguna propuesta se materializó después de Gioconda —la que según Maria era su última oportunidad de triunfar—, él insistió hasta dar con algo que ayudara a mantenerla en Italia, lo cual se manifestó a través de una oferta de Serafin para que protagonizara una ópera de Wagner y otra de Bellini casi en simultáneo. El triunfo de estas óperas finalmente fue el arranque de una exitosa carrera para la joven soprano, que la llevó a cantar por el mundo.
En 1950 se le ofreció la oportunidad de remplazar a último minuto a Renata Tebaldi, una soprano excepcional y muy famosa, en el teatro La Scala, en Milán. Cantar en La Scala era la epitome de las aspiraciones de Maria, por lo que aceptó sin pensar que la audiencia, esperando a Tebaldi, podría no darle una buena recepción; y eso fue exactamente lo que pasó. Sin embargo, un año más tarde, cuando su fama era ya innegable, el director de La Scala, Antonio Ghiringhelli le ofreció un contrato para la temporada 1951-52, pese a que no estaba muy seguro de poder lidiar con ella como persona. Lo cierto es que Maria tenía una personalidad fuerte y, a diferencia de otros artistas a la orden de Ghiringhelli, no aceptaba órdenes que no le parecieran acertadas sin cuestionar, pues no estaba dispuesta a poner en juego la calidad de su arte: «No me gusta que me digan qué hacer porque conozco mi trabajo muy bien». Estos enfrentamientos con sus colegas le ganaron el apodo de Tigresa y las historias sobre su temperamento difícil la acompañaron toda su vida, aunque la verdad era que se trataba (generalmente) de una defensa a su integridad artística.
No obstante, el tema temperamental no tuvo relevancia alguna el día que inauguró su primera temporada oficial en La Scala, ya que apenas concluyó el primer acto, el público, pomo en un transe causado por la voz y las habilidades interpretativas de Maria, la ovacionó de pie, aplaudiendo y gritando su nombre, el cual combinaron con el que a partir de entonces sería el título por el que la conocerían: La Divina. Esa noche, los vítores por la soprano iban y venían con tanta fuerza y velocidad que pronto era imposible distinguir si decían «¡Callas!» o «¡Scala!», aunque daba igual, pues por los siguientes años serían prácticamente sinónimos.
A partir de entonces, su prestigio artístico no hizo sino crecer. Sus interpretaciones de las obras de Bellini, Rossini, Donizetti y Verdi, perfectos representantes del estilo belcantista que Maria había logrado popularizar, no tenían comparación. Si bien muchos críticos comentaban sobre la peculiaridad de su voz, que aparentemente no era clásicamente “bella” y a veces se escapaba de su propio control, nadie era capaz de negar que era única y su talento interpretativo era incomparable. Desafortunadamente, lo que catapultó su nombre fuera de los círculos operáticos del mundo no fue su habilidad, sino un escándalo mediático con origen en una fiesta llevada a cabo en 1958.
Durante una celebración organizada por la columnista Elsa Maxwell, el camino de Maria se cruzó con el del magnate Aristóteles Onassis, personaje que daría inicio al fin de su carrera. Con su matrimonio en la cuerda floja y, aparentemente, el de Onassis también (ambos acabaron divorciados de sus respectivas parejas), Maria inició una relación con el multimillonario, quien de a poco la convirtió en una dama de sociedad, la perfecta anfitriona para los famosos invitados que pasaban semanas enteras en su yate. Ciegamente enamorada y llena de fantasías no correspondidas sobre algún día formar una familia juntos, a lo largo de nueve años La Divina dejó su música en segundo plano, limitándose a practicar algunas arias en el piano del yate en los momentos que a “Aristo” y su compañía no les incomodaran. Desafortunadamente, Onassis veía a Maria como una pieza coleccionable que aportaba a su estatus, y no tuvo problema alguno de cambiarla por Jackie Kennedy, la viuda del presidente de los Estado Unidos, a penas tuvo la oportunidad. Con ella sí se casó, aunque a los ocho días apareció bajo la ventana de Maria quien, destrozada, tuvo que escucharlo silbar una y otra vez la melodía que habían creado juntos tiempo atrás.
Para probarse a sí misma —y a su examante, quien no la dejaba tranquila— que podía continuar con su vida, aceptó un par de proyectos que bajo otras circunstancias no habría considerado: protagonizó la adaptación cinematográfica de la obra Medea en 1969, y en 1971 regresó a Nueva York para dar una serie de masterclasses en la universidad de Juilliard. Durante las clases, los estudiantes escuchaban atónitos a la leyenda que tenían en frente darles instrucciones y demostrar cómo debían hacer las cosas, pero por más impresionados que estuvieran y gran maestra que Maria resultó ser, había algo que claramente no andaba bien. Por algún tiempo había quedado claro que la voz que alguna vez la había hecho reina de La Scala se había deteriorado. Cada quién desarrolló una teoría: una gran pérdida de peso que había tenido en los cincuentas, el esfuerzo físico, la carga emocional, la vida de socialité que llevaba con Onassis…, pero lo cierto es que algo había pasado y La Callas dudaba si algún día volvería a pisar un escenario.
Bajo esas circunstancias, fue difícil la labor que tuvo Guiseppe di Stefano, un tenor amigo suyo con quien había trabajado varias veces en el pasado, cuando se dio a la tarea de convencerla de hacer una serie de conciertos juntos alrededor del mundo; pero lo logró. En 1973, después de meses de ensayo, con muchas dudas y con un repertorio que decidían sobre la marcha de acuerdo a cómo se sentían ese día sus voces, iniciaron un exitoso —aunque extremadamente complejo y con grandes baches— tour por el mundo. Hubo ocasiones, como aquella en Londres, en las que la voz de Maria dejaba mucho que desear; y otras, como en Boston, cuando di Stefano enfermó y La Divina tuvo que enfrentar una audiencia sola por primera vez en ocho años. Insegura sobre su voz, Maria se plantó frente al público y les confesó que esa era una gran prueba para ella. Le respondieron con un enorme aplauso y, pese a sus miedos, ella les agradeció cantando como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Al final del circuito, en Japón, la voz de Maria se encontraba en mejor forma de lo que había estado en años y fue capaz de saborear una vez más el éxito que una vez había tenido.
Sin embargo, para ella no era suficiente. Al escuchar los aplausos, ella sabía que, más que por su habilidad vocal, la gente aplaudía por la leyenda que representaba: «Me quieren por lo que era, no por lo que soy». Así, pese al nuevo triunfo que había alcanzado, al final de la gira en Japón, el 11 de noviembre de 1974, Maria Callas cantó por última vez frente al público. En el par de años siguientes entretuvo la idea de alguno que otro proyecto, los cuales terminó desestimando por falta de confianza en su habilidad vocal. A esto se le sumaron algunas pérdidas personales, en especial la muerte de Aristóteles Onassis, con quien había retomado el contacto y había permanecido como una figura fundamental de su vida, por lo que fue un golpe del que le fue casi imposible recuperarse. De a poco, fue retrayéndose del mundo hasta su muerte en 1977, con tan solo 53 años.
El nombre de Maria Callas siempre me ha resonado como el de una leyenda, aunque mi primer contacto con la historia del ser humano fue a través de una obra de teatro inspirada en sus masterclasses en Juilliard. Inmediatamente me quedó claro que estaba tratando con una persona particularmente fascinante, cuya vida no me podía quedar sin investigar. Si bien su vida personal no siempre se desenvolvió como ella quería, en el limitado tiempo que tuvo en el mundo, Maria fue capaz de construir un legado como pocos, no solo a través de su extraordinaria voz y talento, sino de la personalidad las acciones que le otorgaron el título de legendaria, del que quiero creer que estaría orgullosa. Incontables veces la había escuchado sin prestar atención, pero ahora, disfrutar su música conociendo un poco más de la historia detrás de semejante voz, tiene un encanto especial.
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