La urgente necesidad de reformar la política antiincendios estadounidense
El 7 de enero, el incendio de Palisades se declaró en el barrio de Pacific Palisades de Los Ángeles, California, impulsado por los vientos de Santa Ana.
En el momento de escribir estas líneas, al menos once personas han muerto y miles de estructuras han quedado destruidas. La devastación es el último recordatorio trágico de cómo décadas de decisiones políticas han transformado nuestra relación con el fuego. Si nos adentramos hoy en un bosque nacional, nos encontraremos con un paisaje muy distinto del que los estadounidenses de principios del siglo XX podrían haber reconocido. Bosques densos e insalubres se extienden a lo largo de kilómetros, muchos de ellos sin haber sido tocados por el fuego durante generaciones. Estas condiciones son el legado de casi un siglo de políticas de extinción de incendios. En los últimos cuarenta años, los incendios forestales han pasado de los espacios naturales a nuestros patios traseros, convirtiéndose en un elemento habitual de la vida en el Oeste.
A lo largo de las últimas semanas de agosto de 1910, numerosos pequeños incendios salpicaron el norte de Idaho y el oeste de Montana. A medida que los vientos huracanados arrasaban esas áreas, los pequeños incendios se convirtieron en tormentas de fuego. Las conflagraciones arrasaron más de tres millones de acres (1.214.057 hectáreas aproximadamente), se cobraron al menos ochenta y seis vidas y destruyeron varias ciudades en dos breves días. Apodado a partir de entonces “El Gran Incendio de 1910”, el desastre cimentó el Servicio Forestal de Estados Unidos (USFS son sus siglas en inglés) como principal organismo de control y gestión de los incendios forestales.
A partir de 1911, el USFS adoptó una agresiva política de extinción de incendios para eliminar el fuego de los bosques federales a efectos de proteger la valiosa madera y los recursos naturales. A lo largo de los siguientes cien años, la agencia desarrolló equipos de bomberos de élite y material de grado militar para combatir las llamas en tierra y desde el aire. Sin embargo, a medida que se extinguían los incendios forestales, combustibles como la madera muerta y la maleza se acumulaban sin control. Al suprimir los incendios naturales, los bosques se cubrieron de maleza y se prepararon para incendios más destructivos.[1]
Esta estrategia permaneció prácticamente incuestionable hasta el año 2000, cuando el Departamento de Agricultura (USDA) y el Departamento del Interior (DOI) reconocieron que las cosas precisaban cambiar. Las agencias federales implementaron planes centrados en la reducción del combustible y las quemas prescritas, que ayudarían a contener los incendios. Hasta ahora ha resultado muy difícil intentar revertir noventa años de daños causados por la supresión de incendios.[3]
La supresión de incendios no ha sido el único factor que ha contribuido a la situación actual de los incendios forestales. Una reducción muy fuerte de la cantidad de madera talada en tierras federales contribuyó aún más al problema actual. Los niveles de tala pasaron de 12.000 millones de pies tablares (unos 41,799,960 de metros cúbicos) al año a finales de los 70 a sólo 1.000 millones de pies tablares (3,483,330 de metros cúbicos aproximadamente) en la actualidad.[2] Junto con la ausencia de incendios naturales, este declive ha dejado los bosques estrangulados por árboles enfermos y moribundos.
Los esfuerzos por recuperar la explotación maderera se enfrentan a obstáculos insalvables. El declive de la explotación maderera provocó el cierre generalizado de aserraderos en Estados Unidos, mientras que Canada se hizo cargo de gran parte de esa menor actividad. Es poco probable que los empresarios estadounidenses repatríen gran parte de la industria, dado el incierto clima político en torno a las políticas de conservación y medio ambiente, lo que significa que la tala a gran escala es una solución poco probable a la crisis.
A medida que los bosques se han tornado más densos, también se han poblado más. Los estados inter montañosos del Oeste siguen experimentando uno de los crecimientos poblacionales más rápidos del país, y muchos residentes se trasladan a las interfaces urbano-forestales o WUI en inglés, las zonas en las que el desarrollo humano se encuentra con las zonas silvestres. Esta migración ha creado nuevos retos, ya que cada vez más comunidades se encuentran en la ruta de los incendios forestales.[3]
La presencia de viviendas en zonas propensas a los incendios hace que dejar que ardan los fuegos naturales sea una propuesta difícil. Los que amenazan la vida humana y la propiedad deben controlarse lo antes posible, aunque ello perpetúe el ciclo de acumulación de combustible. En muchos sentidos, esta dinámica nos ha devuelto a la ‘política de las 10 de la mañana” original del USFS, que exigía que los incendios se extinguieran a media mañana del día siguiente de que se informara de ellos.
Se trata de un problema sin soluciones rápidas. El Oeste cuenta con más de 200 millones de acres (más de 80,937,128 de hectáreas) de bosques federales, muchos de los cuales necesitan una intervención. Incluso a un ritmo ambicioso de restauración de 10 millones de acres al año (4,046,856 de hectáreas) -más allá de nuestra capacidad actual- se tardarían cuatro décadas para resolver el retraso. Los propietarios privados tienen grandes incentivos para gestionar sus bosques con el fin de evitar incendios catastróficos, ya que su sustento depende de la salud de sus recursos madereros. Las políticas dirigidas a reducir los obstáculos a la gestión privada podrían ayudar a disminuir la carga de combustible, pero la tala por sí sola no puede resolver el problema. Las quemas prescritas son eficaces pero resistidas por las comunidades cercanas debido a problemas de calidad del aire.
Otros factores clave que han estado ausentes en el debate sobre los incendios forestales han sido las leyes de zonificación y las políticas restrictivas de uso de la tierra, que han empujado el desarrollo de viviendas hacia las zonas WUI, similares a polvorines. Ofreciendo mayores incentivos a la densidad en las zonas urbanas, el mercado podría equilibrar el crecimiento en las regiones propensas a los incendios incrementando la oferta de viviendas en zonas de menor riesgo. Con el tiempo, el crecimiento se trasladaría a lugares más seguros y disminuiría la presión de expansión hacia zonas vulnerables a los incendios.
Mientras tanto, los incendios forestales son una desafortunada realidad, resultado directo de un siglo de políticas bienintencionadas pero erróneas.
Notas
[1] Busenberg, G. 2004. Wildfire Management in the United States: The Evolution of a Policy Failure. The Review of Policy Research 21:145–157.
[2] Riddle, A. 2022. Timber Harvesting on Federal Lands. Congressional Research Service.
[3] U.S. Department of Agriculture Forest Service & U.S. Department of the Interior. 2000. Managing the Impact of Wildfires on Communities and the Environment.
Traducido por Gabriel Gasave
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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