La Revolución Estadounidense fue una lucha por el libre comercio
En medio del actual resurgimiento del proteccionismo comercial en la derecha política, varios comentaristas asociados con el movimiento “Conservador Nacional” han intentado sumar a los padres fundadores a la causa de los aranceles. Según esta narrativa, los fundadores de Estados Unidos, encabezados por Alexander Hamilton, promovieron un rumbo político de nacionalismo económico a fin de escapar de un estado de subordinación al Imperio Británico y, al hacerlo, adoptaron un conjunto de aranceles protectores y subsidios industriales conocidos como el “Sistema estadounidense”. Toman prestado este apodo de Henry Clay, un archiproteccionista senador de Kentucky que lo introdujo en un discurso en 1824.
Los proteccionistas de nuestros días contraponen el “sistema estadounidense” al “sistema británico” de libre comercio, simbolizado por la derogación de las leyes protectoras del maíz en 1846. Según su relato, Estados Unidos se mantuvo fiel a esta visión hamiltoniana hasta principios del siglo XX, cuando adoptó el enfoque británico del libre comercio. Los conservadores nacionales ven estos acontecimientos como una traición al “sistema estadounidense” de los fundadores y piden una reanudación de los aranceles del siglo XIX, representada más recientemente por el abrazo y la rehabilitación por parte del presidente Trump de su en gran parte olvidado predecesor William McKinley.
Las versiones más extremas de esta narrativa se aventuran incluso en direcciones conspirativas. Un ejemplo puede verse en los escritos de Oren Cass del ‘think tank’ American Compass, quien sostiene que los estadounidenses de antaño “reconocían que la defensa del libre comercio que emanaba de Gran Bretaña era una ideología egoísta, no un principio universal”. El libre comercio, prosigue Cass, procuraba engatusar a las “colonias y otras naciones británicas para que le suministraran materias primas a cambio de las cuales entregaría productos terminados, quedándose para sí con el progreso tecnológico”. Su respuesta es volver a la “tradición estadounidense desde los fundadores”, que “era de proteccionismo agresivo y apoyo a la industria nacional”.
Ya me he ocupado antes de los argumentos de Cass y otros conservadores nacionales. Sus afirmaciones sobre la supuesta conspiración de libre comercio del imperio británico son un cuento muy viejo con antecedentes directos en la política nativista de los Estados Unidos anteriores a la Guerra Civil y el culto político de Lyndon LaRouche de finales del siglo XX. Pero su vinculación con los fundadores a través de Alexander Hamilton ha seguido resonando entre el público moderno, sobre todo a medida que su fama creció gracias al popular musical de Broadway.
Hamilton era, en efecto, un proteccionista, y ningún historiador respetable lo negaría. Sin embargo, lo que los conservadores nacionales no te dicen es que se encontraba prácticamente solo en esta cuestión entre sus colegas, y vio sus propios diseños arancelarios del Informe sobre Manufacturas de 1791 promulgados en una forma diluida que también los despojó de un sistema complementario de “recompensas” o subsidios industriales.
Aún más revelador, la propia Revolución Estadounidense se libró en parte por el deseo de los colonos de tener libre comercio. La Declaración de Independencia contiene una pista directa de esta causa, a menudo pasada por alto, en su lista de quejas contra el rey Jorge, citándole “por cortar nuestro comercio con todas las partes del mundo”. Este pasaje, a su vez, se refería a más de cien años de leyes y medidas reguladoras mediante las cuales la corona británica coaccionaba a sus colonias para que establecieran acuerdos comerciales preferenciales con Londres. El agravio subyacente se remontaba a las Leyes de Navegación de la década de 1660, una serie de medidas que restringían la participación de las colonias en el comercio exportador, excepto a través de barcos de propiedad británica que primero atracaran en Inglaterra. Otras medidas adicionales obligaban a las colonias a abastecerse de sus manufacturas a través de Gran Bretaña, cercenando en los hechos el comercio con otros países y sus colonias.
Durante la agitación política de la década de 1760, el Parlamento intensificó la aplicación de estos anticuados estatutos y los complementó con medidas adicionales destinadas a gravar a los colonos mediante la regulación del comercio de importación y exportación de Norteamérica. No es casualidad que el Motín del Té de Boston consistiera en verter en el puerto cargamentos de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Esta temprana revuelta fiscal se dirigió contra los barcos que disfrutaban de un acuerdo comercial preferencial con la corona, y fue respondida con medidas punitivas aún más estrictas que cerraron el puerto de Boston como represalia.
En efecto, el proteccionismo del gobierno británico, encarnado en la filosofía económica del mercantilismo, proporcionó un importante impulso a la Revolución Estadounidense. Aunque no es necesario que confíes solo en mi palabra.. Thomas Jefferson expuso los argumentos revolucionarios a favor del libre comercio en un ensayo de 1774 que se convirtió en la base de la lista de agravios de la Declaración de Independencia, aunque de forma abreviada. Como escribió Jefferson:
“Que el ejercicio de un libre comercio con todas las partes del mundo, poseído por los colonos americanos, como de derecho natural, y que ninguna ley propia había quitado o restringido, fue el objeto de una injusta usurpación”.
A continuación, expuso la historia de un siglo de restricciones comerciales que la corona y el parlamento habían impuesto a las colonias:
“Algunas de las colonias, habiendo considerado apropiado continuar la administración de su gobierno en nombre y bajo la autoridad de su majestad el rey Carlos I, a quien, a pesar de su reciente deposición por la mancomunidad de Inglaterra, continuaron reconociendo como soberano de su estado; el parlamento de dicha mancomunidad consideró esto una gran ofensa y asumió para sí el poder de prohibirles su comercio con todas las demás partes del mundo, excepto con la isla de Gran Bretaña. Este acto arbitrario, sin embargo, fue revocado poco después, y mediante un tratado solemne, celebrado el 12 de marzo de 1651 entre la mencionada mancomunidad, por medio de sus comisionados, y la colonia de Virginia, representada por su Cámara de Burgueses, se estipuló expresamente, por el artículo 8° de dicho tratado, que deberían gozar de ‘libre comercio, tal como lo disfrutan los pueblos de Inglaterra, hacia todos los lugares y con todas las naciones, de acuerdo con las leyes de dicha mancomunidad’. Pero que, tras la restauración de su majestad el rey Carlos II, sus derechos de libre comercio volvieron a ser víctimas del poder arbitrario; y mediante varios actos promulgados durante su reinado, así como por algunos de sus sucesores, el comercio de las colonias fue sometido a tales restricciones, que muestran cuán escasas esperanzas podían abrigar respecto a la justicia de un parlamento británico, si se admitiera su poder sin control [sic] sobre estos estados”.
Jefferson explicó cómo estas medidas empleaban una enmarañada red de impuestos y regulaciones comerciales para imponer un régimen proteccionista sobre las colonias. “Además de los aranceles que imponen a nuestros artículos de exportación e importación, nos prohíben ir a cualquier mercado al norte del Cabo Finisterre, en el reino de España, para la venta de productos básicos que Gran Bretaña no nos quitará”. Las Leyes de Navegación y sus sucesoras eran especialmente onerosas para la agricultura estadounidense, como el tabaco, que “nos prohíben llevar en busca de otros compradores el excedente de nuestros tabacos [sic] que queda después de abastecer el consumo de Gran Bretaña”. Otras medidas impedían a los estadounidenses abastecerse de productos manufacturados fuera del Imperio Británico, obligándoles de hecho a pagar precios inflados debido a los decretos del Parlamento.
Jefferson concluyó su ataque al proteccionismo mercantilista con una declaración impactante. Sostenía que las Leyes de Navegación y sus sucesoras habían sido impuestas sin el consentimiento de las colonias norteamericanas y, por tanto, eran nulas: “La verdadera razón por la que declaramos nulas estas leyes es que el parlamento británico no tiene derecho a ejercer autoridad sobre nosotros”.
A lo largo de su extensa carrera en el gobierno, Jefferson ofreció un contrapunto a favor del libre comercio a los intentos de Hamilton de recrear el sistema mercantilista en los nacientes Estados Unidos. No siempre se apegó a estos principios con absoluta coherencia y supervisó una desastrosa medida de embargo contra Gran Bretaña durante su propia presidencia, aunque por motivos militares y no proteccionistas. Sin embargo, el libre comercio siguió siendo uno de sus anclajes filosóficos hasta el día de su deceso.
En uno de los últimos actos políticos antes de su muerte en 1826, Jefferson salió de su retiro para redactar otra resolución para su representante en la Asamblea General de Virginia. El documento tenia como objetivo otra pieza legislativa, “que hemos declarado usurpaciones, y contra la cual, en términos de derecho, protestamos por considerarla nula y sin efecto, y que jamás debe ser citada como precedente legal”. Al igual que con las Leyes de Navegación británicas medio siglo antes, el objeto de su ira era el proteccionista “Sistema estadounidense” de subsidios y aranceles industriales del senador Clay.
Traducido por Gabriel Gasave
- 23 de enero, 2009
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