Un libro de Vargas Llosa por una caja de cerveza
El profesor lo había prohibido. Cuando nos refiriéramos al escritor peruano, no podríamos llamarlo “Mario’‘ a secas, sino Mario Vargas Llosa. Y si nos resultaba muy agotador escribir el nombre completo, pues al menos diríamos “Vargas Llosa’‘. Pero uno de mis condiscípulos del curso de Teoría Literaria de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana se sentía tan cerca del autor de La Casa Verde, que insistía en llamarlo por su nombre de pila. Creo que un día se atrevió a llamarlo “Mayito’‘.
Era lo que hacía falta para que el profesor explotara por la excesiva confianza. “¡Ustedes creen que Mario Vargas Llosa es el médico de la familia o el presidente del Comité de su cuadra!’‘, dijo mencionando dos personajes aun clave en la vida social y política de Cuba en los años 1980.
Salvador Redonet Cook era uno de los pocos miembros del profesorado cubano que a finales de los 1980 utilizaba como ejemplo en sus clases textos de autores prohibidos. Vargas Llosa era el pionero, quizás el más valiente de los escritores latinoamericanos que provenían de la izquierda y que se opuso al castrismo cuando el mundo aun estaba en romance con Fidel Castro y su revolución de gatillo alegre y artistas reprimidos.
Cuando el poeta Heberto Padilla, uno de los que había sido parte del proceso revolucionario cubano, fue torturado física y psicológicamente durante 36 días en el cuartel de la policía política, Villa Marista, el mundo comenzó a despertar. El horror era demasiado. Sus represores lo golpeaban mientras leían a toda voz textos de su poemario premiado, Fuera del juego, contó luego Padilla en su autobiografía La mala memoria.
El 27 de abril de 1971 Padilla leyó ante un grupo de intelectuales en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba el texto que escribió presionado por sus carceleros. Nadie se creyó ese mea culpa forzado, ni dentro ni fuera de Cuba. Indignados, intelectuales de todo el mundo envíaron una carta de rechazo a Fidel Castro. Percibían en la represión del régimen cubano contra Padilla los ecos de los juicios estalinistas en la Unión Soviética.
La lista de firmantes era impresionante, entre ellos estaba Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Octavio Paz y Jean-Paul Sartre. Al final, porque era por orden alfabético, estaba Mario Vargas Llosa, que se convirtió en el mejor apoyo de los escritores y artistas cubanos perseguidos y en el intelectual no cubano más certero en sus críticas contra el totalitarismo tropical.
Afinidades de una estudiante cubana con Vargas Llosa
Con ese antecedente, pero entonces sin estar muy clara de lo que había ocurrido con el caso Padilla ni la importancia del apoyo de Vargas Llosa, me convertí en su fiel lectora en mis años universitarios. Nunca le dije Mayito a Mario Vargas Llosa, pero sí sentí extrañas afinidades con el escritor peruano cuyos libros, por sobre todas las cosas, estaban dotados del goce de lo prohibido en Cuba.
Como muchos autores extranjeros, e incluso nacionales, caídos en desgracia por sus críticas al castrismo, Vargas Llosa circulaba honrosamente en el mercado negro bibliográfico. Sus libros llegaban a nuestras manos gracias a los estudiantes extranjeros: hijos de embajadores, militantes latinoamericanos, ex guerrilleros y ex terroristas refugiados en ese soleado paraíso caribeño de la izquierda mundial. Estos amigos, que eran cualquier cosa menos bobos, consumían buena literatura.
Una vez logré que uno de ellos me cambiara un libro de Vargas Llosa por una caja de cerveza. Nunca supe si me estafaron con el cambio. Pienso que a Vargas Llosa le hubiera complacido el trueque.
Luego leí El buitre y el ave fénix, conversaciones del escritor colombiano Ricardo Cano con Mario Vargas Llosa, publicadas por Anagrama en 1972 y hoy descatalogadas. En esas entrevistas, Vargas Llosa mencionaba entre sus obras preferidas El hombre que ríe, de Víctor Hugo, una novela gótica que anticipaba ya tintes surrealistas. Yo redactaba entonces mi primer trabajo de curso sobre el escritor norteamericano J. D. Salinger.
Un relato de Salinger de la colección Nine Stories, me había impresionado especialmente; se titulaba también El hombre que ríe, y sin duda Salinger tenía en mente esta extraña obra de Hugo cuando escribió su cuento. Que a Vargas Llosa le gustara me pareció como si sostuviéramos una conversación íntima en uno de los cafés vecinos a la Catedral, pero a la de La Habana.
Vargas Llosa admiraba la manera de decir de los cubanos
El tiempo y el exilio en Miami me llevaron en los años 1990 a una reunión en la que Vargas Llosa sería el convidado de honor. Ni pensar cómo me sentí cuando me lo anunciaron. Salí corriendo a comprarme un vestido nuevo. Me gasté mis últimos chavos del salario de redactora en una compañía de revistas que pagaba muy mal, pero que empleaba a la mayoría de los recién llegados que nos dedicábamos a las letras, al punto que le decían en broma, “la casa de putas”, porque todos habían pasado por ahí.
La velada literaria fue en casa de la escritora Uva De Aragón, en el suroeste de Miami. Aunque era una reunión más bien íntima, estaban presentes periodistas, académicos, personas que habían tenido en Cuba y aún tenían en Miami un lugar importante en la historia de la isla, como el escritor Carlos Alberto Montaner, con su eterna gentileza y conversación inteligente.
Vargas Llosa llegó con su familia, con la que visitaba frecuentemente Miami. Su hijo Alvaro –también escritor– fue director de las páginas de Opiniones de el Nuevo Herald. Me impresionó la afabilidad de Vargas Llosa, esa que distingue a los grandes. Dos temas se me quedaron de aquella conversación, además de sus hermosas cejas negrísimas, hay que decirlo. En un momento comentó que le divertía mucho la palabra “pisicorre’‘, que los cubanos usamos para nombrar a los station wagons, y me maravilló el goce que encontraba en hablar de la lengua española en una reunión que tenía, como tantas de las que celebran los cubanos, un tema constante, la tierra perdida.
Vargas Llosa y los escritores silenciados
También me conmovió su preocupación por un intelectual cubano que conoció en sus visitas a Cuba en los primeros años de la revolución, luego caído en desgracia, Walterio Carbonell. El autor de Cómo surgió la cultura nacional (La Habana, 1961) fue uno de los enviados a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de trabajos forzados para personas de pensamiento libre que el régimen les enganchó el cartel de antisociales.
Cuando Carbonell falleció en el 2008, recordé esa anécdota, incluso se la mencioné al colega que se encargaba de hacer su obituario. Juan Goytisolo publicó entonces un artículo en El País recordando al escritor cubano negro silenciado, que “pagó un alto precio por su independencia de ideas”.
Entre los libros de Vargas Llosa que cambié por cerveza en Cuba y los que escribió después, puedo decir que los he leído casi todos. Me maravillé con sus anécdotas sobre cómo llegaban en barco a Perú las inmensas cuartillas de radionovelas escritas en Cuba, las de Félix B. Caignet y otros pioneros del género, que incluye en La Tía Julia y el Escribidor; disfruté su examen riguroso de las lenguas indígenas en El Hablador; leí con la misma fruición que dedicaba a sus libros prohibidos en Cuba Elogio de la madrastra, publicada por la colección erótica La Sonrisa Vertical; caminé por las Cinco Esquinas de su Lima adorada, y me enredé con la confusión de héroes y traidores del Esclavo y el Jaguar, y la riqueza textual en La ciudad y los perros.
De los presentes en aquella reunión en que conocí a Vargas Llosa, faltan ya muchos, especialmente una persona muy querida para mí, que me dio la oportunidad de estar tan cerca de uno de los escritores más importantes de la lengua española. Pero quedan las anécdotas y, sobre mi mesa de noche, el libro de Vargas Llosa que siempre releo: La verdad de las mentiras.
La literatura siempre está en esa vecindad entre los recuerdos y las palabras. Somos los libros que hemos leído y la gente que hemos querido.
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