Cómo la guerra económica de EE. UU. provocó el ataque de Japón a Pearl Harbor
Pregúntale a un estadounidense promedio cómo entró Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y casi con certeza que te dirá que los japoneses atacaron Pearl Harbor y los estadounidenses contraatacaron. Pregúntale por qué los japoneses atacaron Pearl Harbor, y probablemente necesitará algo de tiempo para ordenar sus pensamientos. Tal vez diga que los japoneses eran militaristas agresivos que deseaban apoderarse del mundo, o al menos de la zona de Asia-Pacífico. Pregúntale qué hizo Estados Unidos para provocar a los japoneses, y probablemente dirá que los estadounidenses no hicieron nada: estábamos ocupándonos de nuestros asuntos cuando los locos japoneses, de forma totalmente injustificada, montaron un ataque furtivo contra nosotros, tomándonos totalmente por sorpresa en Hawái el 7 de diciembre de 1941.
No se le puede culpar demasiado. Durante más de 60 años, esas creencias han constituido la opinión generalmente aceptada entre los estadounidenses, la que se enseña en las escuelas y se representa en las películas, lo que “todo escolar sabe”. Por desgracia, esta visión ortodoxa es un tejido de ideas erróneas. No te molestes en preguntarle al típico estadounidense qué tuvo que ver la guerra económica estadounidense con la provocación del ataque japonés, porque lo ignorará. De hecho, no tendrá ni idea de lo que le estás hablando.
A finales del siglo XIX, la economía japonesa empezó a crecer y a industrializarse rápidamente. Como Japón tiene pocos recursos naturales, muchas de las florecientes industrias tuvieron que depender de materias primas importadas, como carbón, mineral de hierro o chatarra de acero, estaño, cobre, bauxita, caucho y petróleo. Sin acceso a esas importaciones, muchas de las cuales procedían de Estados Unidos o de las colonias europeas del sudeste asiático, la economía industrial japonesa se habría paralizado por completo. Sin embargo, al participar en el comercio internacional, los japoneses habían construido una economía industrial moderadamente avanzada en 1941.
Al mismo tiempo, también construyeron un complejo militar-industrial para apoyar a un ejército y una marina cada vez más poderosos. Estas fuerzas armadas permitieron a Japón proyectar su poder en diversos lugares del Pacífico y el este de Asia, como Corea y el norte de China, del mismo modo que Estados Unidos utilizó su creciente poderío industrial para equipar unas fuerzas armadas que proyectaron el poderío estadounidense en el Caribe y América Latina, e incluso en lugares tan lejanos como las Filipinas.
Cuando Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia en 1933, el gobierno de Estados Unidos quedó bajo el control de un hombre al que no le agradaban los japoneses y que albergaba un afecto romántico por los chinos porque, según han especulado algunos escritores, los antepasados de Roosevelt habían hecho dinero con el comercio con China.[1] A Roosevelt tampoco le gustaban los alemanes (y por supuesto Adolf Hitler), y tendía a favorecer a los británicos en sus relaciones personales y en los asuntos mundiales. Sin embargo, no prestó mucha atención a la política exterior hasta que su New Deal empezó a languidecer en 1937. Después, dependió en gran medida de la política exterior para satisfacer sus ambiciones políticas, incluido su deseo de ser reelegido para un tercer mandato sin precedentes.
Cuando Alemania comenzó a rearmarse y a buscar Lebensraum (espacio vital) de forma agresiva a finales de la década de 1930, la administración Roosevelt cooperó estrechamente con los británicos y los franceses en medidas para oponerse a la expansión alemana. Tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939, esta ayuda estadounidense fue cada vez mayor e incluyó medidas como el llamado acuerdo de los destructores y el engañosamente denominado programa Lend-Lease. En previsión de la entrada de Estados Unidos en la guerra, los estados mayores británicos y estadounidenses formularon en secreto planes de operaciones conjuntas. Las fuerzas estadounidenses intentaron crear un incidente que justificara la guerra cooperando con la armada británica en los ataques a los submarinos alemanes en el Atlántico norte, pero Hitler rechazó morder el anzuelo, negándole a Roosevelt el pretexto que ansiaba para convertir a Estados Unidos en un beligerante declarado de pleno derecho, un fin al que se oponía la gran mayoría de los estadounidenses.
En junio de 1940, Henry L. Stimson, que había sido secretario de Guerra con Taft y secretario de Estado con Hoover, volvió a ser secretario de Guerra. Stimson era un destacado defensor de los intereses británicos perteneciente a la élite del noreste estadounidense y nada amigo de los japoneses. En apoyo de la llamada Política de Puertas Abiertas para China, Stimson favoreció el uso de sanciones económicas para obstruir el avance de Japón en Asia. El secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, y el secretario del Interior, Harold Ickes, respaldaron enérgicamente esta política. Roosevelt esperaba que tales sanciones indujeran a los japoneses a cometer un error precipitado lanzando una guerra contra Estados Unidos, lo que implicaría a Alemania porque Japón y Alemania eran aliados.
En consecuencia, la administración Roosevelt, al tiempo que desestimaba secamente las propuestas diplomáticas japonesas para armonizar las relaciones, impuso a Japón una serie de sanciones económicas cada vez más estrictas. En 1939, Estados Unidos puso fin al tratado comercial de 1911 con Japón. “El 2 de julio de 1940, Roosevelt firmó la Ley de Control de las Exportaciones, que autorizaba al presidente a conceder licencias o prohibir la exportación de materiales de defensa esenciales”. Bajo esta autoridad, “[e]l 31 de julio, se restringieron las exportaciones de combustibles y lubricantes para motores de aviación y chatarra de hierro y acero No. 1 para fundición pesada”. A continuación, en un movimiento dirigido a Japón, Roosevelt impuso un embargo, efectivo el 16 de octubre, “sobre todas las exportaciones de chatarra de hierro y acero a destinos distintos de Gran Bretaña y las naciones del hemisferio occidental”. Finalmente, el 26 de julio de 1941, Roosevelt “congeló los activos japoneses en Estados Unidos, poniendo así fin efectivo a las relaciones comerciales entre las naciones. Una semana más tarde, Roosevelt embargó la exportación a Japón de los tipos de petróleo que aún se encontraban en circulación comercial”. [2] Los británicos y los holandeses siguieron su ejemplo, embargando las exportaciones a Japón de sus colonias en el sudeste asiático.
Una posición insostenible
Roosevelt y sus subordinados sabían que estaban colocando a Japón en una posición insostenible y que el gobierno japonés bien podría intentar escapar del estrangulamiento yendo a la guerra. Habiendo descifrado el código diplomático japonés, los estadounidenses sabían, entre otras muchas cosas, lo que el ministro de Asuntos Exteriores Teijiro Toyoda había comunicado al embajador Kichisaburo Nomura el 31 de julio: “Las relaciones comerciales y económicas entre Japón y terceros países, encabezados por Inglaterra y Estados Unidos, se están volviendo gradualmente tan horriblemente tensas que no podemos soportarlo mucho más tiempo. En consecuencia, nuestro Imperio, para salvar su propia vida, debe tomar medidas para asegurar las materias primas de los Mares del Sur”.[3]
En virtud de que los criptógrafos estadounidenses también habían descifrado el código naval japonés, los líderes de Washington también sabían que las “medidas” de Japón incluirían un ataque a Pearl Harbor.[4] No obstante ello, ocultaron esta información crítica a los comandantes de Hawái, que podrían haber evitado el ataque o haberse preparado para defenderse de él. Que Roosevelt y sus principales colaboradores no tocaran la alarma tiene mucho sentido: después de todo, el ataque inminente constituía precisamente lo que habían estado buscando durante mucho tiempo. Como confió Stimson a su diario tras una reunión del gabinete de guerra el 25 de noviembre, “La cuestión era cómo debíamos maniobrar para que ellos [los japoneses] dispararan el primer tiro sin que nosotros corriéramos demasiado peligro”.[5] Después del ataque, Stimson confesó que “mi primer sentimiento fue de alivio… porque había llegado una crisis que uniría a todo nuestro pueblo”.[6]
Notas
[1] Harry Elmer Barnes, “Summary and Conclusions,” in Perpetual War for Perpetual Peace: A Critical Examination of the Foreign Policy of Franklin Delano Roosevelt and Its Aftermath (Caldwell, Id.: Caxton Printers, 1953), pp. 682–83.
[2] All quotations in this paragraph from George Morgenstern, “The Actual Road to Pearl Harbor,” in Perpetual War for Perpetual Peace, pp. 322–23, 327–28.
[3] Citado ibid., p. 329.
[4] Robert B. Stinnett, Day of Deceit: The Truth about FDR and Pearl Harbor (New York: Free Press, 2000).
[5] Stimson citado en Morgenstern, p. 343.
[6] Stimson citado ibid., p. 384.
Traducido por Gabriel Gasave
- 25 de noviembre, 2013
- 25 de marzo, 2015
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- 14 de septiembre, 2015
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