Libertad académica
El más reciente drama en la prensa estadounidense es el conflicto entre la administración Trump y las universidades. El conflicto de por medio es por la posición anti-Israel que muchos estudiantes tomaron en las protestas del 2023 y 2024 por la respuesta que provocó el ataque terrorista de Hamas contra Israel en octubre del 2023. Este fue el detonante, más allá de quien tenga la razón en este conflicto, es un tema que debió ser resuelto internamente por las universidades.
En los Estados Unidos y en gran parte del mundo, las universidades deberían de ser centros de discusión y debate de ideas, pero se han convertido en centros de promoción de ideas reaccionarias y destructoras para la comunidad. Tal vez esto ocurre menos en las carreras técnicas o campos del saber científico, como la química o biología que no sufren tanto de estos problemas por ser áreas que requieren conocimiento de precisión y objetividad, pero muchas veces estas carreras de una u otra manera terminan siendo afectadas por las otras disciplinas profesionales donde tal vez es más difícil encontrar la verdad objetiva. Lo importante en este tema de la libertad académica es que la Universidad se ve afectada por esta falta de tolerancia, que lejos de avanzar el conocimiento están produciendo un deterioro en la calidad educativa.
Más allá de la cultura monotemática que presentan, más que nada de ideas de izquierda, de falta de tolerancia y respeto por las ideas que son antagónicas, como las ideas libertarias o conservadores e incluso moderadas, es la interferencia del gobierno en la educación, que ha viciado el concepto de universidad como centro de discusión de ideas y las ha transformado en centros de adoctrinamiento de ideas. Si el gobierno subsidia a las universidades o provee de fondos para que opere, incide negativamente en la libertad académica, pues al ser el pagador, impone condiciones que tienen que cumplirse para recibir los fondos. La provisión de fondos estatales era para que la educación estuviera al alcance del bolsillo de todos los estudiantes, independientemente de su condición social o económica. El resultado real de dicha injerencia ha sido que el costo de la educación universitaria ha subido estratosféricamente en los Estados Unidos, sin que ello tenga visos de solución a corto plazo. Otro problema de la financiación estatal de la educación es que, en aras de proteger la libertad académica, facultades o áreas del conocimiento con poco retorno económico para los estudiantes o con agendas claramente ideológicas, se perpetúan en el tiempo y muchos terminan con títulos profesionales que solo tienen cabida en el mercado de trabajo académico. En otras palabras, para perpetuar dichas áreas del conocimiento en las cuales estudiaron. Un auténtico monstruo que se retroalimenta y existe solo por la existencia de dichos fondos, pero que no tiene demanda ni utilidad alguna para la comunidad.
La solución no está en eliminar por decreto del gobierno dichas áreas o prohibir que se estudien, eso sería también un error que muchos cometen al buscar una solución al problema. Es igual de autoritario que lo que se hace al momento, al querer perpetuar el actual sistema de financiación de la educación universitaria. En el caso de la Universidad de Harvard o de Columbia, la actual administración amenaza con revocar el estatus de organización sin fines de lucro, y de retirar los recursos que provee el gobierno, si es que no se corrigen estos errores. En aras de proteger la libertad académica reniegan del control del gobierno federal de los fondos y enjuician al gobierno para que no se corte dicha fuente de ingresos. Estamos hablando de instituciones que cuentan con fondos de financiamiento propio, donados por los exalumnos o empresas privadas en una figura jurídica que en Estados Unidos se llama “endowment” o fidecomiso en español. En ese esquema legal, los fondos recibidos no se gastan y más bien se acumulan como capital para generar ingresos a través de inversiones en bolsa u otras actividades que son sumamente rentables y que sirven para el mantenimiento de los gastos de la universidad. A pesar de contar con dichos fondos, que en muchos casos operan cuantiosos réditos, tan grandes como los que genera una empresa de inversiones, las universidades se quejan y piden que no se les quiten las subvenciones. Lejos de enjuiciar a la administración federal deberían, si desean preservar su libertad académica, no aceptar los fondos del gobierno y más bien ver la forma de ser más eficientes en el uso de los recursos con los que disponen. Eso les daría una auténtica libertad académica que sería mucho más poderoso que cualquier, juicio o manifiesto político o de valores de la universidad.
Está política de no aceptación de fondos públicos, forzaría a las universidades a repensar y a adecuarse a que los alumnos, al ser los recursos limitados, estudien carreras que tengan un mayor rédito personal o de beneficio económico con carreras que generen suficientes recursos para que los estudiantes la puedan pagar o financiar el costo. Ciertas asignaturas o carreras podrían desaparecer al tratar de reformarse para dar un mayor valor agregado a quienes estudian dichas carreras, pero el resultado sería infinitamente mejor para la sociedad en general. Y esto sin hablar de la justicia o injusticia de que las carreras de quienes van a la universidad sean pagadas por gente con menos recursos de quienes tienen el privilegio de ir a la universidad via impuestos o inflación.
Una reforma de este tipo también abriría las puertas a alternativas que han desaparecido del mercado en los últimos años, como lo son las escuelas profesionales. Estas escuelas antiguamente estaban enfocadas en brindar alternativas más cortas y económicas para los estudiantes que no podían asumir una deuda muy grande o no querían estudiar para ser profesionales sino más bien ser artesanos que no necesitaran tantos estudios. Las escuelas profesionales aún existen, pero solo en áreas de alta especialización como el derecho o la medicina, pero dejaron de ser competitivas para areas que requieren menos formación ante la competencia bien fondeada de las universidades que reciben ayuda del gobierno.
En Hispanoamérica hay un fenómeno similar, las Universidades se han convertido en semilleros de alboroto social y los estudiantes tienen exactamente el mismo problema de costos excesivos que en Estados Unidos. Muchos terminan con profesiones que no les sirven, como ser médico para manejar taxis o ser abogado para terminar de mecánico. No hay nada de malo en ser taxista o mecánico, pero para eso no se necesita ir a la universidad cuatro años y gastar cantidades grandes de dinero en formación profesional. Si realmente hay estudiantes con talento, estos podrían acceder a becas o créditos educativos que podrían ser financiados por los mismos centros de estudios o empresas que podrían reconocer el potencial de dichos estudiantes de escasos recursos, por su talento académico. Si uno tiene los recursos para desperdiciar la educación de esa manera, pues son los recursos propios, pero si esto se hace gracias a que hay el subsidio estatal, eso no ayuda al progreso del país, lo único que fomenta es un desperdicio de recursos que incide en el excesivo gasto del gobierno que todos pagamos, tarde o temprano, vía impuestos o inflación.
En la región puede ser peor el problema, los gobiernos hispanoamericanos hacen la creación de Universidades una actividad altamente regulada, e incluso deciden cual debe de ser el contenido específico de las materias a estudiarse. Para lograr modificaciones en el pénsum académico, hay que hacer trámites, que en muchos casos toman años en hacerse o requieren aprobaciones de los congresos nacionales, u órganos de control universitario. Por eso es por lo que, la Universidad en Estados Unidos al ser menos regulada, en ese aspecto, es preferida por muchos de los que disponen de recursos en Hispanoamérica y acuden a una universidad estadounidense que, aunque afectada en sus costos por el financiamiento del gobierno, al menos es más flexible en su pensum académico y por lo tanto más conectada a las realidades del mercado laboral.
Si verdaderamente queremos educación de calidad, la solución es que el estado salga de la financiación o la regulación de esta. No habría necesidad de regulación, si el estado no proveyera los fondos, el sistema universitario estaría más en sintonía con las necesidades de la comunidad, que sería el verdadero regulador de los conocimientos que imparte la universidad. No olvidemos que las universidades surgieron, no como una iniciativa del gobierno, sino más bien como una iniciativa de las órdenes religiosas o de las comunidades de artesanos que buscaban formar a sus asociados. Por lo tanto, el conocimiento que se impartía no solo estaba más conectado a las necesidades de la comunidad, pero el conocimiento era remunerado de acuerdo con el éxito y la popularidad que podrían tener los profesores. Recién en este siglo XX, con la idea de fomentar la educación, el estado se involucra activamente, más allá de proveer los permisos para operar y se vuelve una gran maquinaria que succiona recursos públicos y cada vez produce estudiantes más radicalizados e incluso incompetentes. Tenemos entonces universidades que no ofrecen carreras demandadas en el mercado o profesionales que el mercado no puede emplear.
Hay proyectos que actualmente evitan la financiación del gobierno, en los Estados Unidos como Hillsdale College que lo han hecho por una cuestión de principios y libertad académica y en días recientes se ha sugerido que Harvard siga el mismo camino que esta pequeña escuela de Pennsylvania. Tambien hay proyectos universitarios en Hispanoamérica que rechazan la injerencia estatal, más allá de los permisos requeridos para operar legalmente en el mercado local, como por ejemplo mi alma mater la Universidad Francisco Marroquín o la recientemente creada Universidad de las Hesperides en Gran Canaria, que tuve ocasión de visitar el otoño pasado y comentar como están innovando con educación virtual, a distancia, con el uso de inteligencia artificial y comunidades virtuales.
Pero no son las únicas, hay más ejemplos que no menciono en la región u otras partes de Hispanoamérica y Estados Unidos, sin embargo, el problema sigue siendo el mismo, el largo y tortuoso camino para abrir nuevas alternativas debido a la excesiva regulación y aprobación del gobierno, con la que las universidades tienen que operar y la incompetencia de las universidades públicas. Este desperdicio y pérdida de tiempo da una falsa sensación de que el gobierno promueve la educación al promover ese despilfarro y exceso de tiempo en aprobarlas. Lejos de atraer una mayor libertad académica y profesionales mejor formados y más competitivos, esta política ha deformado la educación universitaria de quienes reciben esos fondos. Solo con menor intervención regulatoria y económica en la educación, no solo a nivel universitario, pero en todos los niveles educativos, lograremos un mayor florecimiento humano.
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