El legado de un maestro
Mario Vargas Llosa (1936-2025), escritor que tanto quiso a la Argentina y premio Nobel de Literatura (2010), tuvo la virtud de haber dado, desde su frondosa producción, un relato convocante a la democracia liberal y a su correlato, el capitalismo de mercado. Como muchos pensadores de su generación, fue atraído por el marxismo y como tantos otros, se decepcionó con la realidad soviética, sus gulags y la represión de Praga (1968). Al año siguiente, cuando Fidel Castro entró en La Habana creyó que sería posible concretar la “cara humana” del gran cambio propuesto por el filósofo de Tréveris. Sin embargo, la dictadura castrista, con sus campos de concentración (UMAP), la persecución a disidentes, poetas y homosexuales, le convencieron que las utopías no eran buenas consejeras al tiempo de gobernar.
Durante sus años juveniles, adhirió al existencialismo francés con sus mandatos de vida auténtica y militancia para la liberación. También lo conmovió el mayo francés del 68 y sus derivaciones anarquistas y revolucionarias. Pero fue en los 80 cuando descubrió, a través de Karl Popper e Isaiah Berlin, que la democracia liberal es la mejor fórmula de convivencia mediante instituciones basadas en la libertad y no en la opresión dogmática. Y de allí en adelante, además de novelista, fue ensayista.
Sin duda, es un desafío lograr el entusiasmo de “jóvenes idealistas” tras las banderas de una filosofía que no pretende cambiar el mundo de forma abrupta ni alcanzar la justicia con una revolución. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, decían los grafitis del mayo parisino. Pues es más fácil movilizar con consignas de acción colectiva que enamorar con propuestas para transformar la sociedad sin violencia, tejiendo la trama provechosa de la industria y el comercio.
Vargas Llosa utilizó su pluma y su palabra para transmitir las virtudes del capitalismo democrático como forma superior de progreso social y material. Supo explicar cómo la vida en común está siempre expuesta a las vicisitudes de la naturaleza humana, inclinada a maximizar utilidad con el menor esfuerzo. Nunca será posible lograr un “hombre nuevo” con paredones guevaristas o electroshocks maoístas. Las utopías son sueños para metas espirituales, pero nunca programas de gobierno. La prosperidad, el disenso, la igualdad de oportunidades y la paz social solo pueden alcanzarse con instituciones pensadas para el “hombre real” con sus miserias y grandezas, no para uno “nuevo”, como lo imaginó un filósofo alemán en la biblioteca del British Museum en 1860 y lo quiso lograr un ruso impaciente en San Petersburgo en 1917.
El aporte de Vargas Llosa al capitalismo liberal ha sido mayúsculo, pues sus voceros habituales siempre han ofrecido un flanco débil frente al relato mítico de quienes proponen cambiar el mundo de un plumazo. Para lograr consensos colectivos se necesita también una épica convocante, como lo ha propuesto siempre la izquierda, con sus banderas rojas, puños en alto y consignas para la acción.
Al aceptar ese desafío y entrar de lleno en el terreno de los intelectuales, estudiantes y artistas, Vargas Llosa fue disruptivo y muchas veces rechazado por sus colegas al no aceptar el mandato ideológico de la Intelligentsia setentista. Sin ir más lejos, en 2008 cuando concurrió a la reunión anual de la Fundación Libertad, en Rosario, su ómnibus fue apedreado por militantes kirchneristas y de izquierda. Tres años más tarde, cuando acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura, el comité organizador de la Feria del Libro de Buenos Aires lo eligió para dar el discurso inaugural. Sin embargo, el entonces director de la Biblioteca Nacional y presidente de la agrupación Carta Abierta, Horacio González, lo cuestionó sosteniendo que era “una ofensa a la cultura argentina” por su “agresividad creciente hacia los procesos populares”, en desacuerdo “con las corrientes de ideas que abriga la sociedad argentina”. Como resultado, el laureado no dio el discurso inaugural y el kirchnerismo lo mandó a guardar.
En consonancia con esas “corrientes de ideas”, las universidades nacionales de Cuyo, San Juan, Córdoba y Patagonia otorgaron el doctorado honoris causa a Evo Morales, expresidente de Bolivia quien, con su elemental “economía comunitaria”, basada en la distribución social de la renta petrolera, fue un caso de manual de populismo insostenible. Por otro lado, la Universidad Nacional de Lanús otorgó doctorados honoris causa a Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega y Nicolás Maduro, cuyas gestiones hundieron en la pobreza a Venezuela, Cuba y Nicaragua. En tanto la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, otorgó el Premio Rodolfo Walsh a Rafael Correa, Evo Morales y Hugo Chávez por sus valores democráticos y compromiso con la verdad. Sin comentarios.
Vargas Llosa abrió un camino para que ahora podamos concluir su relato acerca de del capitalismo democrático (a diferencia del chino) como la mejor fórmula de convivencia pacífica, con crecimiento y oportunidades para todos. Puesto a escribir sobre la Argentina –y habiendo digerido las diatribas presidenciales– el arequipeño diría que aquí “hay mucha tela para cortar y muchas historias para contar” con todas las oportunidades que el país ofrece. La caída del riesgo país y la recuperación de la moneda supondrán más inversiones, más trabajo regular y más aportes al sistema previsional. A su vez, ello ordenará a las familias con ingresos previsibles, comidas calientes y educación para los hijos. Con solvencia en la Anses, los mayores podrán dormir en paz sin las movilizaciones y piedras que impulsan los autores del fracaso.
Si las transformaciones lograsen ser duraderas, habrá cambios de precios relativos que incentivarán al desarrollo natural de provincias relegadas por el populismo local y fructíferas migraciones internas, no artificiales como a Tierra del Fuego, sino genuinas por la competitividad de sus producciones. Axel Kicillof reclama por falta de obras públicas nacionales, pero no dice que la causa fue el legado del terceto kirchnerista con su “plan platita”. Con estabilidad y acceso al mercado de capitales, las obras públicas y privadas se reanudarán sin piquetes ni tomas ni coimas ni cuadernos. El capitalismo es el único motor que podrá proveer recursos para sacar de la indigencia al conurbano, falto de agua potable, cloacas, pavimentos y viviendas dignas. Los paravalanchas, la emisión monetaria, el Eternauta y el Estado presente solo han enriquecido a funcionarios en perjuicio de aquellos, obligados a aplaudir y a marchar.
Es necesario mantener el esfuerzo intelectual de Vargas Llosa para que su brillante relato se concluya con un discurso semejante y convincente. Así se evitará perder generaciones de jóvenes confundidos por el fragor de redoblantes y que las falacias socialistas sumerjan a otros más en la pobreza.
Algunos intelectuales de mala muerte han procurado alzarse con algunas horas de notoriedad golpeando sobre la personalidad política y mundana de Mario Vargas Llosa cuando todavía la familia velaba el cadáver en la intimidad limeña.
Malgastaron el apuro. Llegaron tarde y de forma deslucida ante el impresionante aluvión de reconocimientos mundiales al autor de una de las obras literarias verdaderamente memorables de nuestra lengua: una veintena de novelas, y entre ellas, páginas inolvidables como las de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La Casa Verde, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo; diez obras teatrales, una decena de ensayos, y columnas periodísticas tan antológicas como las que pudo haber escrito su inmediato antecesor latinoamericano en obtener el Premio Nobel, Octavio Paz. Lo saben bien los lectores de este diario del último medio siglo.
A la hora de la muerte del gran escritor que por muchos años escribió en LA NACION revive el asombro vergonzoso que comentamos en nuestra columna editorial de ayer, ocurrido en 2011 cuando el entonces director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, y otros, se dirigieron con un mensaje de contrariedad inaudita a las autoridades de la Feria del Libro por haber invitado a Vargas Llosa a hablar en el acto inaugural de la muestra. González era por entonces el portavoz de Carta Abierta, organización de gente vinculada con la cultura que se había sentido curiosamente atraída por los gobiernos kirchneristas y sus figuras dominantes; entre ellas, algunas hoy procesadas por haber confundido democracia con cleptocracia.
El lenguaje enrevesado fue de una de las claves más llamativas en círculos literarios de la mentada Carta Abierta, pero en el caso concerniente a Vargas Llosa, el mensaje se entendió sin las torpes veladuras habituales de lenguaje sobre adónde querían en realidad llegar aquellos: a fulminar, con su alegato político la presencia del laureado escritor en una feria tan representativa en el mundo de la jerarquía de nuestras letras y artes. Hasta la entonces presidenta Cristina Kirchner, nada menos, habría advertido que se les había ido la mano a los firmantes.
El caso sirvió, con todo, para testimoniar una vez más la distancia abismal que desde 1971 Vargas Llosa adoptaba de manera creciente con la izquierda continental más radicalizada. Ese cambio se había formalizado a raíz del enjuiciamiento y la cárcel que Fidel Castro había ordenado contra el escritor cubano Herbert Padilla. Las aguas, en rigor, venían desde antes preparadas para bajar de un modo diferente a cómo Vargas Llosa había navegado en la mocedad como miembro en Perú de la cédula del Partido Comunista conocida como “Cahide”, en memoria de un guerrero incaico. Al vaso lo había desbordado la invasión de 1968 de Checoslavaquia por la Unión Soviética, y la brutalidad de la represión a los patriotas.
Después de romper con el comunismo y el estructuralismo, Vargas Llosa se aproximó a la socialdemocracia y recaló, por fin, en el liberalismo. Era inevitable su choque con los voceros de todas las formas posibles del populismo y que endureciera el pensamiento que maduraba sobre la fuerza política que por más tiempo ha gobernado en la Argentina desde 1946.
“Es muy difícil –dijo– entender el romanticismo que hay en la Argentina con el peronismo, que ha sido fuente de todos sus males”. Esto le granjeó enemigos irreconciliables y azuzó las críticas de los izquierdistas que han medrado, con pereza afín a los de la desaparecida Carta Abierta, en el peronismo como el moho suele hacerlo al buscar amparo en el muro, sin darle nada valioso a cambio. ¿Estaba, acaso, tan desacertado Vargas Llosa en la ácida definición sobre la ameba política que responde en cualquiera de sus variables formatos al nombre de peronismo?
José María Aznar, antiguo jefe del Partido Popular, y Felipe González, el socialista que introdujo de verdad a España en Europa, estuvieron en la fiesta de los ochenta años de quien había sido en 1990 candidato presidencial –candidato vencido en segunda vuelta por Fujimori–, en Perú. Si Vargas Llosa apoyó a Jair Bolsonaro, como le imputan aun sus más acervos críticos, fue por el hartazgo, cómo no, de ese progresismo que ha llevado a muchas sociedades contemporáneas –en Europa, en los Estados Unidos, en la Argentina– a desentenderse más de la cuenta de la prudencia y la tolerancia rigurosamente liberales y privilegiar, por sobre todo, una contraofensiva eficaz en oposición a quienes han procurado aplastar, en nombre de abstracciones inaceptables, valores y principios de sólido asentamiento en la civilización occidental.
Sí, en la Argentina Vargas Llosa apoyó la candidatura presidencial de Javier Milei junto con Mauricio Macri y otros expresidentes: Vicente Fox (México), Iván Duque (Colombia) y Sebastián Piñera (Chile). ¿Hubiera sido mejor la compañía de Alberto Fernández-Cristina Kirchner, Daniel Ortega o Nicolás Maduro? Los escritores y críticos literarios que han sepultado en la Argentina nombres como el de Eduardo Mallea por considerarlo elitista, aristocrático o ajeno a compromisos populares, como si no fuera un compromiso superior con la humanidad dotarla de hallazgos de belleza sublime en las letras o las artes, harían bien en replantearse otro tipo de cuestiones.
¿Estuvo John Updike tan equivocado cuando en un célebre artículo publicado en The New Yorker escribió que Vargas Llosa había reemplazado a Gabriel García Márquez como el novelista sudamericano con el que los lectores norteamericanos debían ponerse al día? Ambos fueron, sin duda, notables escritores, distinguidos con el Premio Nobel de Literatura, pero algo que los diferenciaba como hombres públicos fue que la notoriedad colombiana nunca se atrevió a quebrantar su amistad con Fidel Castro, el dictador que llevó a Cuba a perder la libertad desde el primer día de 1959 en que llegó al poder y a la misérrima situación incomprensible para el mundo al cabo de 66 años.
En cuanto a lo esencial de sus vidas, demostraron por igual, como decía el escritor que acaba de morir, que la buena literatura depende, más que de la inspiración, de la transpiración en la ardua, incesante e infatigable tarea intelectual.
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