Hasta la aparición del Covid-19, la mayoría de los expertos en salud pública rechazaban explícitamente el uso de cuarentenas a gran escala, también conocidas como confinamientos, como una respuesta política viable a una pandemia respiratoria. ¿Por qué entonces, a las pocas semanas de aparecer la enfermedad en sus países, esos mismos funcionarios -en nombre de la ciencia y la pericia- adoptaron políticas draconianas que cerraron sociedades enteras?
La opinión contraria a los confinamientos se basaba en el fracaso general de tales medidas en pandemias anteriores. Un estudio realizado en 2006 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) concluyó que los encierros “no demostraron su eficacia en las zonas urbanas” durante el brote de gripe española de 1918. “Los datos históricos demuestran claramente que la cuarentena no funciona a menos que sea absolutamente rígida y completa”, observó John Barry, autor de un estudio histórico de vanguardia sobre la gripe española. Su evaluación se basó en una comparación realizada por el gobierno estadounidense de 120 campamentos militares estadounidenses durante la pandemia. Los 99 campos que fueron cerrados no evidenciaron “ninguna diferencia estadística” en el control del brote en comparación con los 21 que no lo hicieron.
Las lecciones aprendidas de este episodio prevalecieron en la comunidad de salud pública durante el siguiente siglo. En marzo de 2019, un grupo de trabajo de la OMS sobre la pandemia de gripe elaboró un detallado análisis de las Intervenciones No Farmacéuticas (INF), o de medidas políticas que podrían desplegarse en caso de un brote masivo. El informe observó que “la mayor parte de las evidencias actualmente disponibles sobre la eficacia de la cuarentena en el control de la gripe proceden de estudios de simulación, cuya solidez probatoria es baja”. Concluían que los confinamientos de este tipo “no son recomendados dado que no hay una justificación obvia para esta medida, y habría considerables dificultades para aplicarla”. El mismo informe evaluó otras INF, como el rastreo de contactos y el distanciamiento social, descubriendo que los argumentos a favor de cada una de ellas dependían excesivamente de modelos de simulación, que tenían “una calidad de evidencia muy baja”.
Un informe de septiembre de 2019 sobre la preparación para una pandemia respiratoria del Johns Hopkins Center for Health Security coincidió, señalando: “En el contexto de un patógeno respiratorio de alto impacto, la cuarentena puede ser la NPI con menos probabilidades de ser eficaz en el control de la propagación debido a la alta transmisibilidad”. El mismo informe advertía además de que “la aplicación de algunas NPI, como las restricciones de viaje y la cuarentena, podría perseguir fines sociales o políticos por parte de los líderes políticos, en lugar de implementarse en virtud de las evidencias en materia de salud pública” e instaba a la OMS a “articular rápida y claramente su oposición a las NPI inapropiadas”.
Nada menos que Anthony Fauci dejaría constancia de la imprudencia de los cierres confinamientos, declarando a la CNN el 24 de enero de 2020 que eran “algo que no creo que pudiéramos hacer en Estados Unidos, no me imagino cerrando Nueva York o Los Ángeles”. Fauci reiteró entonces sus dudas en relación con las medidas de cierre que se estaban aplicando en China en ese momento, “porque históricamente cuando cierras algo eso no tiene un efecto importante”.
En sólo seis semanas, casi todos los profesionales de la salud pública de Estados Unidos, incluido Fauci, echarían por la borda el siglo anterior de literatura científica que atestiguaba la ineficacia de los confinamientos. En su lugar, se apresuraron a adoptar el enfoque anteriormente despreciado de los modelos de simulación, y lo utilizaron para someter a la mayor parte del mundo a una cuarentena obligatoria. Cinco años después, seguimos sin tener respuestas claras a por qué se produjo este repentino y radical cambio, y mucho menos una rendición de cuentas por parte de los funcionarios de salud pública que hicieron el llamamiento para cambiar de rumbo.
Si algún acontecimiento merece ser reconocido como el responsable de que los profesionales de la salud pública se inclinen por los confinamientos, es la publicación del Informe Nº 9 del equipo de modelización epidemiológica del Imperial College de Londres el 16 de marzo de 2020. Pergeñado por Neil Ferguson, un informático y físico sin formación médica, el modelo del Imperial College pronosticaba cifras de mortalidad catastróficas en los meses siguientes si las principales economías del mundo no entraban en un cierre inmediato para contener el Covid-19. Los modelos iniciales preveían 510.000 muertes en el Reino Unido y 2,2 millones de muertes en Estados Unidos para finales de julio de 2020, a menos que cada país adoptara un conjunto de medidas NPI para cerrar empresas y escuelas y restringir las reuniones públicas. Diez días después, el equipo de Ferguson amplió su modelo a aproximadamente 189 países y otras fronteras políticas definidas. El informe ampliado del Imperial College predijo niveles similares de decesos catastróficos en casi todas las naciones del mundo, en ausencia de medidas inmediatas para imponer cierres en toda la sociedad.
Es difícil exagerar la importancia del modelo del Imperial College a la hora de influir sobre las autoridades sanitarias para que adoptaran los confinamientos. El New York Times lo describió como el “informe que hizo reaccionar a Estados Unidos y el Reino Unido”. En Gran Bretaña, el asesoramiento personal de Ferguson indujo al primer ministro, Boris Johnson, a dar marcha atrás en su anterior política de distanciamiento voluntario y a adoptar confinamientos con mano dura. Dirigido por Fauci y Deborah Birx, la Comisión Especial de la Casa Blanca sobre el Coronavirus publicó sus directrices de “15 días para frenar la propagación” el 16 de marzo, el día de la publicación del modelo del Imperial College. Estas directrices y la declaración de emergencia nacional por coronavirus que las acompañaba dieron luz verde a los gobernadores de todos los estados para imponer cierres. Cuarenta y tres de los 50 gobernadores siguieron su ejemplo en los días siguientes.
Si echamos la vista atrás y observamos este aluvión de acontecimientos, hay varias señales de advertencia que apuntan a la insensatez del rumbo trazado por la sanidad pública. La primera es la deferencia selectiva hacia una experiencia cuestionable, que a su vez adoptó la forma de una respuesta a la pandemia planificada de manera centralizada.
Neil Ferguson, apodado el “Profesor Encierro” en la prensa, se vio a sí mismo elevado a la categoría de sabio omnisciente de la modelización de pandemias, cuya cuidadosa recomendación científica a los gobiernos evitó las mismas cifras astronómicas de muertes que sus modelos predijeron. Una simple búsqueda en Google habría revelado que Ferguson no era una Casandra de la modelización de enfermedades. Más bien, su historial tenía más en común con un alarmista del problema informático del año 2000 (Y2K como se lo conoce en inglés). Ferguson tenía una larga historia de publicación de modelos con proyecciones catastróficas similares para cada susto de salud pública de las últimas dos décadas. A principios de la década de 2000, exageró una pandemia de la enfermedad de la vaca loca en Gran Bretaña que supuestamente causaría cientos de miles de muertos. Luego vino un modelo para la enfermedad de las ovejas locas con cifras similares. En 2009, un modelo de gripe porcina predijo que un tercio de la tierra se vería infectado en cuestión de meses. Una y otra vez, los modelos anteriores de Ferguson no funcionaron.
El pronóstico Covid del Informe Nº 9 del Imperial College no difería en nada de las anteriores proyecciones alarmistas de Ferguson, y al examinar debajo del capó de este estudio se revelaron sus deficiencias fundamentales. Aunque se presentó al mundo como el producto de una supercomputación vanguardista, el “nuevo” modelo Covid resultó ser una adaptación precipitada y torpe de un estudio anterior de simulación de una pandemia de gripe que Ferguson y su equipo publicaron en 2006. Su diseño empleaba una simulación probabilística basada en agentes en la que se decía que las tasas estimadas de contacto humano en una población fija determinaban la transmisión de la enfermedad. El producto resultante tenía más en común con el videojuego “Sim City” de finales de los noventa que con una proyección avanzada de una supercomputadora de las características conocidas del Covid-19.
En lugar de basarse en pruebas sobre las características conocidas del virus Covid-19, el modelo de Ferguson empleaba poco más que burdas suposiciones de números redondos sobre cómo cada NPI supuestamente reduciría la probabilidad de transmisión. Su parámetro de “cuarentena domiciliaria” voluntaria suponía una reducción del 75% de los contactos comunitarios, con un cumplimiento por parte de la población del 50%. El distanciamiento social obligatorio de toda la población suponía una reducción del 75% de los contactos con el exterior, compensada por un incremento del 25% de los contactos en el hogar. El aislamiento domiciliario de las personas infectadas reduciría los contactos con el exterior en un 75%, y así sucesivamente.
Una prueba más de lo poco adecuado que era este modelo para Covid puede verse en su aplicación original contra la gripe de 2006. El modelo base de Ferguson excluía específicamente a las residencias de ancianos, las prisiones y los centros sanitarios por no poderse lograr tasas de transmisión aproximadas en estos lugares. La primera oleada de Covid-19 afectó especialmente a las residencias de ancianos, debido a errores políticos en los que los funcionarios del gobierno exigieron la readmisión de los pacientes infectados en estos centros creyendo que así se aliviaría la temida presión sobre la capacidad de los hospitales. En realidad, los pacientes convalecientes de Covid acabaron introduciendo el virus en residencias de ancianos cerradas, donde se propagó entre el personal y otros residentes. Resulta que el modelo del Imperial College no tuvo en cuenta la mayor vulnerabilidad para la transmisión del Covid-19, al centrarse su modelo en una reducción estimada de los contactos entre la población general.
El historial del modelo de respuesta pandémica centralmente planificada de Ferguson revela su abyecto fracaso en casi todos los países del planeta. La Tabla 1 muestra la tasa de mortalidad a un año de las proyecciones de los tres principales escenarios modelados: un modelo de “propagación no mitigada” en el que no se toman medidas políticas, un modelo de “mitigación” que empleaba medidas de distanciamiento social obligatorio, y un modelo de “supresión” que implicaba una reducción obligatoria de contactos en toda la sociedad en un 75%, mantenida hasta que la población estuviera totalmente vacunada (este último enfoque de mano dura se parecía a los esfuerzos de “Covid Cero” empleados eventualmente en China y algunos otros estados totalitarios). Ningún país alcanzó las cifras de muertes que el equipo de Ferguson proyectaba en los dos primeros modelos, y sólo 19 superaron las cifras previstas por el modelo de “supresión#, a pesar de que pocas localidades emplearon sus políticas asociadas.
A pesar de las muchas deficiencias fácilmente observables del modelo del Imperial College, las autoridades de salud pública siguieron adoptando sus recetas para otro año de confinamientos recurrentes. Esta dependencia de la trayectoria es aún más alarmante, dado que las fallas predictivas del equipo de Ferguson ya eran evidentes en el verano de 2020.
Suecia se distinguió durante el Covid-19 por no aplicar las medidas de aislamiento adoptadas en casi todas las demás economías desarrolladas. En su lugar, las autoridades sanitarias suecas adoptaron una política de orientación sanitaria general voluntaria, al tiempo que mantuvieron abiertas la mayoría de las escuelas y empresas mientras duró la pandemia. Según el pronóstico internacional del 26 de marzo de 2020 del equipo del Imperial College, el enfoque de Suecia debería haber producido una propagación sin paliativos con entre 66.000 y 90.000 muertes en el país a finales del verano de 2020. Incluso con medidas obligatorias de distanciamiento social, el modelo Imperial proyectaba que Suecia alcanzaría entre 30.000 y 42.000 decesos en este mismo periodo. A 31 de agosto de 2020, Suecia sólo había registrado una fracción de estos totales, con apenas 5.800 fallecimientos por Covid. Claramente, algo andaba muy mal en los parámetros y supuestos probabilísticos del modelo de Ferguson.
Sin embargo, los datos procedentes de Suecia no influyeron en el empleo de los confinamientos, que pronto se convirtieron en una causa política. Al ser confrontado con estos datos, el equipo de Ferguson afirmó falsamente en su cuenta de Twitter que nunca habían elaborado un modelo para Suecia (su archivo de datos con cifras para Suecia y todos los demás países actualmente sigue estando en el sitio web del Imperial College). La literatura posterior sobre la eficacia de los encierros ha seguido promoviendo la eficacia de esta política, aunque para ello utiliza diseños empíricos inadecuados. El estudio más citado a favor del encierro de la era Covid, por ejemplo, pretende estimar el número de “vidas salvadas” utilizando su propio modelo de simulación como una prueba errónea frente a las estadísticas de mortalidad observadas, a pesar de no haber validado nunca la exactitud de dicha simulación.
Cuando los estudios de simulación de este tipo son excluidos debido a sus diseños de inferencia causal inapropiados, las pruebas que apoyan los confinamientos desaparecen. En consecuencia, una amplia revisión bibliográfica y un metaanálisis de estudios utilizando datos reales llegaron a una conclusión condenatoria sobre el experimento mundial con estas políticas durante Covid-19: “Los encierros en la primavera (boreal) de 2020 tuvieron poco o ningún efecto en la mortalidad de COVID-19”. El consenso en contra de los confinamientos de la literatura de salud pública anterior a marzo de 2020 fue reivindicado una vez más, aunque a un costo astronómico, por la adopción de modelos de simulación y sus prescripciones infundadas durante el Covid.
Entonces, ¿por qué la sanidad pública no corrigió el rumbo durante Covid en medio de las crecientes evidencias de que los encierros no se encontraban funcionando como se decía? Permítanme sugerir una respuesta basada en la economía de la elección pública y en una observación clarividente de hace siglos. En tiempos de crisis, el público suele exigir que se actúe sin tener en cuenta su eficacia. Los funcionarios públicos, a su vez, se complacen en complacerlos en aras de su propia autoridad, prestigio y asignaciones de fondos públicos.
Herbert Spencer se percató de este mismo patrón durante una epidemia anterior, los mortíferos brotes de cólera en el Londres de mediados del siglo XIX. En su clásica obra Social Statics (1851), Spencer comentaba la concordancia de incentivos entre la demanda de acción por parte de la población y los sectores de la sanidad pública con intereses políticos para satisfacerla:
Los ciudadanos se muestran serios y deciden presentar una petición al Parlamento. El Parlamento promete considerar el asunto y, tras el habitual debate, dice: “Que haya un Consejo de Salud”. Tras lo cual los peticionarios se frotan las manos y esperan que ocurran grandes cosas. Estos buenos ciudadanos tienen una sencillez sin límites. La legislación puede decepcionarlos cincuenta veces seguidas, sin que su fe en su eficacia se tambalee en absoluto.
Casi 170 años después, seguimos atrapados por las mismas dinámicas. Cuando la esfera pública se aferra a una estrategia específica, desestima sus fracasos como costos irrecuperables y sigue respaldando a figuras como Fergusons y Faucis, quienes buscan reconocimiento por la propia iniciativa de acción, los procesos de prueba y escrutinio científicos quedan seriamente debilitados. De este modo, se ignora un siglo de conocimiento en favor de la seductora promesa de un plan en boga, sin cuestionar si su diseño idealizado llegará alguna vez a funcionar.
Traducido por Gabriel Gasave
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